Un VIP de la caza
mayor ha fallecido en Sudáfrica aplastado por una elefanta. Según las agencias
que han hecho circular la noticia, guiaba a un grupo de turistas en una visita de
safari fotográfico en un parque nacional, y fue a dar en mitad de un rebaño de
elefantas que atendían a sus crías. Sea por lo que fuere, la irrupción
inesperada del turismo de pago molestó a las madres dedicadas hasta ese momento
pacíficamente a sus labores. Se desplegaron en guerrilla las elefantas, y
acometieron belicosas a los intrusos. Cundió el pánico. El experimentado
cazador, responsable a lo largo de su vida profesional de las muertes de un
montón de bichos de gran o regular tamaño, empezó a disparar su fusil de mira
telescópica para ahuyentar a las elefantas enfurecidas. Más o menos después del
tercer disparo una de ellas lo atrapó con su trompa y lo levantó varios metros
en el aire. En ese momento, otro participante en la excursión abatió a la
agresora de un tiro certero. Aquello debería haber sido el fin de todo, pero la
elefanta moribunda tuvo aún la presencia de ánimo, por decirlo de alguna manera,
de derrumbarse con todo su peso encima del cazador, y este murió debajo de ella,
aplastado.
De la noticia se
desprende sin duda una moraleja, pero esta es dudosa. Podríamos destacar por
encima de todo la intolerancia a todas luces desproporcionada con la que reaccionaron
las elefantas al acceso pacífico a su hábitat íntimo por parte de turistas homologados
que habían satisfecho en ventanilla el precio establecido de su ticket
correspondiente. Daría la sensación de que en este caso los derechos estaban
todos de un lado, y las obligaciones – ostentosamente quebrantadas – del otro.
Alguien podría exigir una expedición de caza de represalia para poner fin a
tiro limpio a las reacciones abusivas de un personal subalterno desagradecido que
olvidó culposamente el generoso acomodo y la comida gratis y abundante distribuida
en unos safari parks provistos de todos los adelantos y dotados de unos
reglamentos ajustados a la legalidad vigente, visados por las autoridades
tanto nacionales como internacionales.
Es hora de que los
elefantes se enteren de una vez de que se están comportando como gorrones desagradecidos
de un Estado que a duras penas consigue evitar (con dolorosos recortes) déficits presupuestarios
peligrosos. Son animales que viven a costa
de los sufridos contribuyentes, y por tanto tienen deberes que cumplir; el principal,
soportar con buen talante las pequeñas perturbaciones de su regalado modo de
vida que les son impuestas por unos reglamentos ampliamente flexibles y nada
autoritarios.
Y sí por voluntad
propia no alcanza el sector laboral de los elefantes censados en parques
nacionales a comportarse de forma lo bastante neoliberal para convivir sin
conflicto en el mundo globalizado que es el nuestro, que sepan que se les puede
obligar a hacerlo por las malas, caramba. TINA, There Is No Alternative.