«Parece
que todo indica que una parte muy importante de la dirección del PSOE, de sus
cuadros dirigentes, de sus aparatos regionales, de sus líderes, estaban
ignorantes de lo que pensaba la mayoría de la militancia del partido. Tal
situación de distanciamiento entre cúpula y base nunca se había visto tan
palpable. Si yo fuera dirigente regional del partido y hubiera perdido como han
perdido en la mayoría de las regiones no sé si tendría agallas para continuar
en esa responsabilidad.»
Así se expresa
Javier Aristu en su artículo “Pedro y el PSOE”, publicado en el blog En Campo
Abierto (1). Coincido con su análisis. Pero este párrafo en concreto apunta a
una situación en el interior de las organizaciones políticas que no es exclusiva
del PSOE y que aparece como producto residual del gran proceso universal de la reestructuración
de la política como profesión remunerada.
Desde esta visión
de las cosas, resulta ingenua la confesión de Aristu: “… no sé si tendría
agallas para continuar…” Puesto que si él fuera un dirigente regional del
partido, de cualquier partido, defendería en primer y principal lugar su modus vivendi, y la eventualidad de una
dimisión por motivos de dignidad (“mis bases me han abandonado en la estacada”)
dependería por entero de la posibilidad rápida de encontrar un puesto de
trabajo alternativo, estable y con unos niveles de remuneración similares.
Cosa que no abunda.
Hace muchos años, pregunté a un dirigente sindical de la corriente resistencialista
ultra radical, que por azares electorales se había visto investido teniente de
alcalde de su ayuntamiento, si pensaba llevar sus ideas a la gobernación del
municipio. Y él me contestó: “En esto hay que hilar muy fino.”
Es seguramente lo
mismo que se está diciendo en estos momentos la histórica dinastía, o
jerarquía, “susánida”. Incluido Emiliano García-Page, que afirmó con luz y
taquígrafos que abandonaría su cargo de ganar Pedro Sánchez las primarias. Fue
un pronto que no se le debe tener en cuenta. Emiliano aún puede prestar grandes
servicios al partido, por ejemplo en el próximo congreso. Su dimisión, ni está,
ni se la espera.
El problema de
fondo en todos estos tiquismiquis alambicados reside en un profundo malentendido
en relación con el mecanismo de la representación; algo tan importante en
democracia, que ha calificado a la modalidad de esta forma de gobierno más usual en nuestros días
como “democracia representativa”.
Hoy la representatividad
se entiende al revés. No es el dirigente quien ejerce la representación de sus
bases, empoderándolas con su mediación ante las instituciones. A la inversa,
son las bases las que, en virtud de una disciplina cuasi militar autoimpuesta, tienen
la obligación sagrada o poco menos de representar ante la nación a sus jefes
naturales, siguiéndoles con el refrendo de su voto en todo lo que propongan. El
vínculo transcurre así de arriba abajo, desde la cúpula hacia la base, y no a
la inversa, porque los canales de comunicación de abajo arriba han sido obturados
a plena conciencia desde tiempo inmemorial.
Pero el dato, objetivo
y laico, de que Susana Díaz ha tenido más avales que votos en el proceso de
primarias del PSOE, viene a demostrar la falacia de esa disciplina ideal basada
en una teórica “servidumbre voluntaria”. En este negociado por lo menos, tal
servidumbre ha dejado de tener curso legal.