Una avería en la
línea telefónica fija nos dejó ayer en Sant Pol sin acceso a internet. Ya ha
sucedido otras veces, pero ayer, cuando avisamos a la compañía desde el móvil,
nos contestaron que la reparación no podía ser inmediata debido a que un ciberataque
internacional masivo había afectado a toda la estructura de servicios.
Fuerza mayor.
Después de rabiar un rato y de sentir la profunda mordida del síndrome de
abstinencia, opté por el consuelo clásico en situaciones de impotencia: relajarse
y gozar.
Cuando manejé por
primera vez tal cosa como un ordenador, recuerdo, no existía aún el internet, y mi
cachivache, un Amstrad (¿recuerdan la marca?), tampoco tenía disco duro, el
sistema operativo iba en un disquete floppy y se introducía en el mecanismo por
una de dos rendijas laterales. Como la memoria RAM era tan solo un futurible, el usuario debía almacenar
el trabajo hecho en otros disquetes similares. Cuando uno estaba
lleno, el sistema te avisaba para que lo cambiaras. El resultado final se
imprimía trabajosamente en papel.
Yo utilizaba mi
Amstrad como procesador de textos. A pesar de las limitaciones de un sistema
informático tan rudimentario, comprobé que mis traducciones avanzaban el doble
de deprisa que con la máquina de escribir, y eso que tenía una larga
experiencia en el manejo de esta. Hoy, con herramientas tales como el corrector
automático, el diccionario online y el buscador de datos de google chrome, mi
velocidad de traducción es más de tres veces y media superior a la del tiempo
previo a la irrupción de las TIC.
Y eso contando la pérdida
de agilidad mental sobrevenida con el paso de los años. Pero ya no es obligado
buscar el sinónimo, consultar la duda, ordenar la sintaxis, etc., antes de
plasmar el discurso en la hoja de papel en blanco, un soporte atemorizador, terriblemente
rígido y delator de cualquier mínima imperfección. Ahora puedo trabajar en
bruto y perfilar el estilo en un plisplás con el penúltimo repaso, ese que
antes te obligaba al tippex.
Iba pensando en esos
cambios, y se me ocurrió tomar alguna nota para este post, utilizable cuando el
escalón tecnológico actual volviera a la normalidad. Como tenía el portátil apagado,
busqué un bolígrafo y el dorso en blanco de un sobre usado, y empecé a
garabatear. Taché, reescribí, volví a tachar, añadí flechas para indicar por
dónde seguían algunas frases. Al rato, el sobre se me quedó pequeño y hube de
agenciarme otro. Al final, esto que ustedes leen quedó esbozado en un espantoso
galimatías. Sentía cansada la mano por el empeño de la escritura. Y eso que
solo eran notas para un futuro borrador.
Contemplé en
éxtasis los dos sobres emborronados. ¡Así eran las cosas antes! Y me dejé
invadir por la felicidad pretecnológica de las ideas que surgen de la nada y se
concretan fatigosamente a punta de bolígrafo.
Después me puse a
leer un libro de papel, una aventura de John Rebus, el policía creado por Ian
Rankin (1). Rebus es un residuo de épocas pretéritas en la policía escocesa.
Está jubilado, procura no beber tanto alcohol como antes, y está adscrito a una
sección que trabaja sobre casos antiguos aún abiertos. En relación con una
desaparición antigua no resuelta, recurre a Christine Esson, una agente joven, menuda
y pizpireta que ejerce de vínculo entre la policía y la comunidad de internet. Rebus
le lleva en unas carpetas la información del caso, en forma de informes antiguos,
notas aclaratorias escritas a mano por él, y un rimero de fotografías.
Christine le dirige una mirada divertida:
– ¿Has oído hablar alguna vez del e-mail?
Y él contesta,
picado:
– ¿Algún problema
con mi caligrafía?
(1) El título de novela
es Sobre su tumba. Versión española
RBA 2014, traducción de Efrén del Valle.