domingo, 14 de mayo de 2017

FELICIDAD PRETECNOLÓGICA


Una avería en la línea telefónica fija nos dejó ayer en Sant Pol sin acceso a internet. Ya ha sucedido otras veces, pero ayer, cuando avisamos a la compañía desde el móvil, nos contestaron que la reparación no podía ser inmediata debido a que un ciberataque internacional masivo había afectado a toda la estructura de servicios.
Fuerza mayor. Después de rabiar un rato y de sentir la profunda mordida del síndrome de abstinencia, opté por el consuelo clásico en situaciones de impotencia: relajarse y gozar.
Cuando manejé por primera vez tal cosa como un ordenador, recuerdo, no existía aún el internet, y mi cachivache, un Amstrad (¿recuerdan la marca?), tampoco tenía disco duro, el sistema operativo iba en un disquete floppy y se introducía en el mecanismo por una de dos rendijas laterales. Como la memoria RAM era tan solo un futurible, el usuario debía almacenar el trabajo hecho en otros disquetes similares. Cuando uno estaba lleno, el sistema te avisaba para que lo cambiaras. El resultado final se imprimía trabajosamente en papel.
Yo utilizaba mi Amstrad como procesador de textos. A pesar de las limitaciones de un sistema informático tan rudimentario, comprobé que mis traducciones avanzaban el doble de deprisa que con la máquina de escribir, y eso que tenía una larga experiencia en el manejo de esta. Hoy, con herramientas tales como el corrector automático, el diccionario online y el buscador de datos de google chrome, mi velocidad de traducción es más de tres veces y media superior a la del tiempo previo a la irrupción de las TIC.
Y eso contando la pérdida de agilidad mental sobrevenida con el paso de los años. Pero ya no es obligado buscar el sinónimo, consultar la duda, ordenar la sintaxis, etc., antes de plasmar el discurso en la hoja de papel en blanco, un soporte atemorizador, terriblemente rígido y delator de cualquier mínima imperfección. Ahora puedo trabajar en bruto y perfilar el estilo en un plisplás con el penúltimo repaso, ese que antes te obligaba al tippex.
Iba pensando en esos cambios, y se me ocurrió tomar alguna nota para este post, utilizable cuando el escalón tecnológico actual volviera a la normalidad. Como tenía el portátil apagado, busqué un bolígrafo y el dorso en blanco de un sobre usado, y empecé a garabatear. Taché, reescribí, volví a tachar, añadí flechas para indicar por dónde seguían algunas frases. Al rato, el sobre se me quedó pequeño y hube de agenciarme otro. Al final, esto que ustedes leen quedó esbozado en un espantoso galimatías. Sentía cansada la mano por el empeño de la escritura. Y eso que solo eran notas para un futuro borrador.
Contemplé en éxtasis los dos sobres emborronados. ¡Así eran las cosas antes! Y me dejé invadir por la felicidad pretecnológica de las ideas que surgen de la nada y se concretan fatigosamente a punta de bolígrafo.
Después me puse a leer un libro de papel, una aventura de John Rebus, el policía creado por Ian Rankin (1). Rebus es un residuo de épocas pretéritas en la policía escocesa. Está jubilado, procura no beber tanto alcohol como antes, y está adscrito a una sección que trabaja sobre casos antiguos aún abiertos. En relación con una desaparición antigua no resuelta, recurre a Christine Esson, una agente joven, menuda y pizpireta que ejerce de vínculo entre la policía y la comunidad de internet. Rebus le lleva en unas carpetas la información del caso, en forma de informes antiguos, notas aclaratorias escritas a mano por él, y un rimero de fotografías. Christine le dirige una mirada divertida:
– ¿Has oído  hablar alguna vez del e-mail?
Y él contesta, picado:
– ¿Algún problema con mi caligrafía?
 
(1) El título de novela es Sobre su tumba. Versión española RBA 2014, traducción de Efrén del Valle.