Peter Pan, según la
historia de James Barrie, tenía un dilema serio (algunos, aficionados en exceso
a esta palabra, lo llamarían “profundo”). Si quería seguir teniendo a su lado a
Wendy, aquella encantadora madrecita cuya aspiración en la vida era recoser por
las noches la ropa de los niños perdidos mientras les contaba cuentos para hacerles
dormir, Peter estaba obligado a crecer. Si elegía no crecer y seguir siendo
eternamente un niño, perdía sin remedio a Wendy y el mundo que representaba.
Crecer implicaba hacerse
persona mayor, es decir: vestir levita, pantalones rayados, botines, sombrero
de copa, gafas de concha y paraguas; manejar presupuestos complicados; regir la
agenda diaria por el reloj, y echar una tripa consistente, entre otras
obligaciones quizá no tan repulsivas.
Tal y como ha
quedado debidamente documentado, Peter tiró por la calle de en medio y se llevó
a Nunca Jamás a Wendy y a sus dos hermanos. Durante el viaje, que fue
divertidísimo, se olvidó de sus acompañantes en varias ocasiones; en una de
ellas el pequeño Miguel se durmió y cayó a plomo a cielo través, pero pudo ser
salvado en última instancia de estrellarse gracias a una ágil pirueta de Peter,
que quedó encantado de sí mismo después de aquel lance.
Los niños vivieron
aventuras emocionantes en Nunca Jamás, pero en definitiva eligieron volver
junto a sus padres. Peter, por el contrario, eligió no elegir.
Su posición es
parecida a la de las personalidades adictas al credo neoliberal que gestionan
el actual capitalismo. Creen que el egoísmo privado es el anclaje ideal para la
cohesión social; que el esquilmo de las materias primas y la emisión de gases
venenosos a la atmósfera son minucias que no perjudican la sostenibilidad del
planeta; que incrementar hasta extremos insoportables la desigualdad entre las
personas llevará a largo plazo a la mayor felicidad de todos. Para plasmar esas
fantasías inconsistentes y contradictorias, su receta mágica es el polvo de
hada. El polvo de hada es brillante y dorado, como es sabido; esparcido sobre
las personas, les permite levitar y evadirse sin esfuerzo del mundo real.
Se trata de chiquilladas,
por supuesto. Pero están costando muy caras. Pensar de esa manera permite
acelerar alegremente la marcha y ahorrarse preocupaciones sobre el futuro, pero
el futuro está ahí, esperándonos puntualmente todos los días.
Es imposible comer
el pastel y guardarlo, al mismo tiempo. Es imposible no introducir el futuro en
nuestros cálculos y sin embargo pensar que en su momento tendremos un futuro
amable a nuestra disposición.
La vida consiste en
elegir. Elegir no elegir es una actitud suicida. Las tasas de suicidio se están
incrementando en las sociedades postindustriales que se postulan como punta de
lanza de nuestra civilización.
El fin del mundo
podría ser muy triste.