El Primero de Mayo
es el día idóneo para una reflexión de cierto calado, desde criterios de clase. Es
decir, desde la óptica propia de unas clases trabajadoras maltratadas a fondo, a
lo largo de los últimos treinta años, desde todos los ángulos de tiro. Se ha
anunciado a bombo y platillo, desde los medios de signo neoliberal, su
obsolescencia irreversible, cuando no su inexistencia pura y simple. Salvo que
de pronto, y de forma coyuntural, esos mismos medios, inquietos por los síntomas
de desmoronamiento de las leyes físicas de la estática del poder, suspiran
sotto voce por un mayor apoyo electoral desde las denostadas bases trabajadoras
en las actuales angustias, con el fin de salvar por lo menos los muebles.
Se depositó en las
altas finanzas, en la voz autorizada de los mercados, el nuevo orden mundial,
la idea de un reequilibrio automático de los poderes y los contrapesos sociales
para facilitar el nacimiento de un mundo más armonioso y más “transversal”,
pletórico de oportunidades para todos, despojado de las trabas paralizadoras de
las luchas de clases. La desregulación del trabajo, la fragmentación y la
precarización del colectivo asalariado, las manos libres para los empresarios
en tanto que “únicos” creadores de riqueza, la liberalización del comercio
mundial y las bandas anchas para el movimiento acelerado de los capitales, han
sido los presupuestos considerados indispensables para ese Brave New World soñado. Se esperaba, tal vez, un amplio consenso social
de las flamantes “clases medias” para abordar la nueva etapa del mundo global después
del fin de la Historia. Algunos de los resultados obtenidos están ahora en el
escaparate: el Brexit, Trump, la reactivación de viejas hostilidades y la
inminencia de nuevas guerras.
Más la eventualidad
de que Le Pen acceda a la presidencia de Francia con el apoyo tácito de la “izquierda
insumisa”. Algo que a todos nos parece urgente evitar. Mélenchon debería
definirse con rapidez: cualquier mal es menor frente al representado por una
opción que conduce al torpedeamiento de la democracia representativa y de la
idea común de Europa.
Pero es dudoso que
Mélenchon disponga de una autoridad decisiva sobre ese 19,6% que lo votó. El
voto desestructurado tiene hoy una fluidez desconocida en épocas anteriores de
mayor espesor social. El precariado, según los estudios sociológicos que se
ocupan del asunto, no se sitúa en la derecha ni en la izquierda, y su voto es
cortoplacista y antiestablishment. La sustitución de los conceptos de la derecha
y la izquierda por el arriba y el abajo tienen estos inconvenientes engorrosos.
Quienes prefirieron a Mélenchon como primera opción podrían tal vez elegir a Le
Pen como segunda. Su cálculo no va más allá de la angustia que les provoca la
falta absoluta de perspectivas razonables. Que todo pete, puede ser su elección
final desesperada.
Ocurra lo que
ocurra el 7 de mayo, hemos llegado a una línea roja evidente. Las autoridades
europeas y mundiales deberían recapitular, primero, y rectificar inmediatamente
después su línea de actuación. La cohesión social no nacía de las ambiciones
dirigidas por el capital, sino del progreso promovido por el trabajo bien remunerado.
Quienes han menospreciado el valor de la solidaridad y la cooperación para
proclamar el egoísmo individual como agente privilegiado del progreso, tienen
ocasión de calibrar a dónde está conduciendo ese progreso. El trabajo digno no
es un lujo que la sociedad no pueda permitirse, sino el único futuro viable para
esa sociedad. Los sindicatos cumplen una función positiva en la medida en que
encauzan las demandas sociales y contribuyen a la redistribución de forma
ordenada de la riqueza generada, entre capital y trabajo. La lógica “de clase” de
los trabajadores es al mismo tiempo, al contrario que la de los capitalistas,
una lógica “general”, pensada y esgrimida para la sociedad en su conjunto. En ella
el progreso común no se crea de forma rectilínea sino en zigzag, a partir del conflicto
y de su solución compartida. Cientos, miles de males menores van configurando
un bien también menor en relación con las expectativas de las partes, pero que acaba
por aprovechar a todos. Y el consenso provisional generado por esa dialéctica es
el único elemento capaz de legitimar de forma suficiente a los representantes del
pueblo que nos gobiernan.
De nuevo, un año
más, los trabajadores desfilaremos hoy al grito de «Aquí están, estos son, los
que aguantan la nación.» Una verdad tan palmaria que alguien, en las
instituciones, debería tomar nota.