Mariana Mazzucato, entrevistada
en lavanguardia por Lluís Amiguet (1), propone una reconsideración de lo
público como vía indispensable para la eficiencia de la economía productiva. El
secreto, en su opinión, consiste en dotar al sector público de una
autonomía consistente de gestión, capacitándolo así para desarrollar sus iniciativas sin depender de los avatares de los
partidos políticos ni de los resultados de las sucesivas elecciones.
El invento es tan
brillante como el de la sopa de ajo: me refiero a que es una receta sencilla,
no es nueva, y está comprobado que funciona de maravilla. El problema,
entonces, es cómo alejar a los partidos políticos triunfantes de lo que
consideran preseas concomitantes a su victoria electoral; es decir, negarles el
reparto del gran pastel de lo público y su utilización: 1, parasitaria (es
decir, en beneficio de los bolsillos privados de sus detentadores en primer lugar,
y de su círculo directo de influencia), y 2, clientelista (con la creación de
circuitos privilegiados de favores así materiales como meramente honoríficos, dirigidos
a aglutinar las más amplias voluntades en torno a una opción de gobierno
concreta).
Los ejemplos a
nuestro alcance son numerosos y notorios. La concepción del Estado como una
finca particular sometida a criterios meramente extractivos de rentas no es historia antigua ni se va corrigiendo con paciencia y severidad; es la
noticia de hoy mismo, el pan de cada día, y no hay propósito de enmienda sino de
insistencia.
He aquí la fórmula
de Mazzucato para evitar la politización de lo público: «Gestionar
a largo plazo. Evitar que los gestores vayan cambiando en cada elección y crear
agencias independientes y mecanismos democráticos –no partidistas– que nombren
gestores capaces. Sin amiguismos ni improvisación al ritmo de encuestas y
urnas. Ya lo hacen en parte Alemania, Israel y hasta EE.UU.»
No es fácil cumplir ese programa. El primer paso sería
cambiar la concepción corriente del Estado, parecida a la imagen de una
marrana recién parida a cuyas ubres se amorran los lechoncillos para chupar
todo el líquido nutriente que puedan por sí mismos y que les permitan sus
rivales en el empeño. Un Estado activo, no pasivo, que trabaje y promueva
iniciativas con un criterio de cooperación y de síntesis extensible a todos los
que, con un término algo anticuado en la literatura ultimísima, llamaríamos sus
“súbditos”. Un Estado, también, escalonado; no resumible en un gran aparato
central, sino extensible a una pluralidad de ámbitos menores provistos de iniciativa
y de autonomía propias, muy capaces de generar sinergias positivas para el
conjunto. Un Estado, además, diverso, de modo que no se produzcan
continuos encontronazos entre las diferentes opciones políticas que conviven en
su interior, sino que se generen elementos de consenso beneficiosos a la larga para todos. Un
Estado democrático, en fin, si no limitamos la idea de la democracia a una
dictadura de las urnas, por la cual quien gana la baza se lleva toda la puesta.