Las tramas de las
novelas de Ross Macdonald serpentean a lo largo de varias generaciones. Los
pecados ocultos de los padres recaen sobre los hijos, la incapacidad de los
hijos para asumirlos lastra a su vez las perspectivas de los nietos, y todo el
embrollo monumental acaba por salir a la luz debido a una serie de actos violentos
que vienen a ser como válvulas de escape de una presión excesiva. Padres e
hijos entran en conflicto permanente en las historias del novelista; no se
entienden, no se aceptan, no se perdonan.
En El otro lado del dólar, la novela cuya
lectura acabo de terminar (tengo ocho novelas de Macdonald, casi todas de la
colección policiaca de Bruguera-Libro Amigo ─libros de bolsillo con mala
impresión en papel barato, que hay que tratar con cuidado para que no se
desencuadernen de forma irreversible─, y me he trazado el plan de releerlas en
este mes de agosto), la situación inmanejable del conflicto iniciado con la
fuga de un chico de dieciséis años de un reformatorio, inspira al private eye Lew Archer primero una
constatación y luego un deseo. Los menciono por su orden. La constatación (p.
165, la traducción la firma Daniel Landes):
« La tristeza se
transformó en una vaga idea, semioculta en mi cerebro: cada generación tenía
que empezar desde cero y descubrir el mundo de nuevo. Cambiaba tan rápido ese
mundo, que los niños no podían aprender nada de sus padres ni los padres de sus
hijos. Las generaciones eran como tribus enemigas, cada una en su isla de
tiempo. »
El deseo (pág.
247):
« ─ A veces pienso
que los hijos deberían ser anónimos.
─ ¿Qué significa
eso, Mr. Archer? ─era la primera vez que me llamaba por mi apellido.
─ No es un plan ni
un sistema; preferiría que el énfasis cambiara un poco de sitio. Casi todos
hacen lo imposible por vivir a través de sus hijos. Y sus hijos hacen lo
imposible por complacer a sus padres, o por olvidarse de ellos. Todos viven a
través, por o contra algo o alguien que no es ellos mismos. No tiene sentido, y
no da buenos resultados. »
Según mi propia
anotación, leí la novela en el año 1980. En ese año estábamos enfrascados en el
país en un problema de alguna manera generacional, de dimensiones descomunales,
que daba un argumento más en favor de la posición del novelista americano. Las
generaciones éramos, en efecto, tribus enemigas, anclada cada una en su isla de
tiempo. Había una presión ─más exactamente, una represión─ terrible para que
los de mi generación siguiéramos con docilidad los pasos de la que nos había
precedido. No hubo modo. Cuando todo se recompuso al fin, después de numerosos
actos de sangre y de violencia extrema, todo el paisaje había cambiado. Las
novelas de Macdonald que leí ese año quedaron más o menos olvidadas en un
estante. De una de ellas, El escalofrío, no
recordaba absolutamente nada a pesar de que mi memoria de lector es bastante
buena. De El otro lado del dólar guardaba
solo un breve recuerdo de la trama.
Ross Macdonald se
llamaba en realidad Kenneth Millar, y es considerado oficialmente la tercera
pata de la tríada que sostiene toda la novela negra norteamericana. Dashiell
Hammett fue el primero, cronológicamente y también por categoría literaria; él
fue quien sacó la novela criminal de los salones de las clases acomodadas para
situarla en las calles de los barrios pobres y en los tugurios de los bajos
fondos (la cita de memoria no es exacta, pero sí lo es la sustancia). Raymond
Chandler le siguió en el intento, y el énfasis demasiado marcado con el que resalta la superioridad
ética del investigador (Philip Marlowe) sobre sus clientes perjudica a menudo, en mi opinión, el
equilibrio del relato. Ross Macdonald renovó y retocó con nuevos temas el enfoque
rotundamente realista de ambos. La profundidad psicológica de sus personajes es
superior a la de sus maestros, y escribió durante casi tres décadas con un
nivel de calidad y una agudeza de percepción muy notables, sin apenas altibajos.
Retrata una sociedad en cambio acelerado, entre el final de la guerra mundial y
la explosión final de los sueños rosados del consumo y el american way of life. Un mundo problemático, trasplantable con
facilidad a las situaciones y los conflictos muy diferentes que hemos conocido
y vivido en otras latitudes.