A falta de un bocadillo
político más sustancioso que sirva para armar maraña a Pedro Sánchez (aún
seguimos en agosto, y muchos establecimientos están de vacaciones), el dúo
cómico Pablo y Alberto se pide a coro un nuevo 155 en Cataluña. Emilio Jurado
les llama, en un artículo incisivo en Nueva Tribuna, “dos tontos muy tontos”.
Van los dos a piñón fijo. No hacen política, “surfean” majestuosamente por
debajo de ella. Como la imaginación no es su fuerte, ni siquiera en el manejo
de los tópicos más sobados, resulta que vienen a coincidir en todo, y
el uno hace eco al otro de forma constante.
Dolors Montserrat, la
nueva menina de Casado, les hace la claca a los dos. Albiol, en cambio, expresa
dudas. José Luis López Bulla ha analizado esas dudas con perspicacia (ver http://lopezbulla.blogspot.com/2018/08/albiol-contradice-pablo-casado.html).
Podría haber algo más que un “mcguffin”, con todo, en el fondo de la postura
del viejo roquero badalonés. Desde siempre, en los análisis del PP de Génova,
se ha dado…, cómo expresarlo, se ha dado una “fractura epistemológica” respecto
de las posiciones mantenidas por su franquicia catalana. Me dirán, ¿qué es eso
de la fractura no sé qué? (Reconózcanme que suena bien.) Me refiero a que un mismo
argumento suena de una manera en la Carrera de San Jerónimo, y de forma perceptiblemente
distinta en el Parc de la Ciutadella. En uno y otro lugar, el argumento punitivo
despierta en la audiencia proclive a la mano dura sentimientos diferentes. En la
primera caja de resonancia, San Jerónimo, el caudal de votos que pueda
aprontarse por estos procedimientos favorecerá en primer lugar a Pablo, y solo
de forma muy secundaria a su pareja de baile; en la segunda, Ciutadella, los
posibles votos irán sin remedio a parar a los dominios de Albert. A Albiol, que
vive y trabaja en Ciutadella, ese escenario no acaba de gustarle. Tiene bajo
mínimos sus caladeros, y no percibe en el aire la posibilidad de un cambio por la
vía de un nuevo 155 ya no dirigido por Soraya, sino por los socialistas.
El tercer pie de estas
trébedes catastrofistas es a su vez un trío: Quim Torra + Carles Puigdemont +
Roger Torrent. La inacción del terceto desde la recuperación de la autonomía de
la Generalitat ha sido espectacular. Ninguna ley, salvo la tramitación burocrática
de las que estaban atascadas. Ningún movimiento político, salvo la recuperación
de noventa altos cargos de la institución cesados a partir de la vigencia del
155. Vacaciones forzosas impuestas desde arriba al órgano de la soberanía
autonómica. Ninguna propuesta, como no sea sembrar espacios públicos de lazos
amarillos, cruces amarillas o sombrillas amarillas.
Lo llaman defensa de
la república. Lo llaman firmeza. Lo llaman libertad de expresión. Viene a ser
que ahora la libertad de expresión es institucional, de modo que solo debe
amparar la de hun bando y condenar con ferocidad la del hotro, ese que persevera
en retirar con nocturnidad lazos, cruces y paraguas. La fiscala general del
Estado ha declarado que ninguna de las dos conductas es punible. Su sensatez ha
cortado de raíz la pretensión del estado mayor independentista de buscar amparo
en la misma legalidad que niega, a su conveniencia, para todo lo demás.
Da la sensación de
que la declaración del 155 vendría de perlas a los tres estrategas de una
independencia virtual. Les daría un motivo más para ir a quejarse a las
cancillerías europeas: “miren lo que nos están haciendo”. Negociar políticamente
desde la autonomía está descartado: la autonomía es una trampa; la negociación con
el Estado, otra mayor; la política, la trampa más grande de todas.
Si don Manuel Fraga
pudo decir en tiempos que la política hace extraños compañeros de cama, es
evidente que la antipolítica consigue efectos, en el mismo orden de cosas, más
extraños todavía.