martes, 14 de agosto de 2018

EL PELIGRO DE QUEDARNOS OBSOLETOS


Lo dice Max Tegmark, un profesor del Massachusetts Institute of Technology: los humanos corremos el riesgo de quedar obsoletos, ante una inteligencia artificial (IA) capaz de resolver con más eficiencia y menos gasto las mismas tareas precisas en las que antes éramos insustituibles. Cierto que nos queda la posibilidad de dirigir el desarrollo de la IA de modo que esta nos tenga en cuenta en sus ecuaciones y nos lleve de la mano a un futuro radiante; el problema es que esa dirección particular de los objetivos de la IA cuesta dinero y no genera beneficio. Así pues, lo más probable es que sean los propios humanos, la elite que tiene el control de las herramientas tecnológicas, la que opte por condenar de forma definitiva a la inmensa mayoría de sus congéneres. «No había nada personal, es solo que así funciona el mercado», imagino que dirían después del holocausto, con un encogimiento de hombros.
Hay indicios de que la nueva levedad del ser impuesta por la fuerza de los hechos consumados nos está empezando a resultar insoportable. Un dato actual es que el 56% de los jóvenes españoles se ven abocados a empleos basura, y eso cuando pueden conseguirlos. Otro, también de ahora mismo, es que un muchacho francés de veinte años se enterró en la arena de una playa del Atlántico, y cuando subió la marea ya no pudo salir. A lo peor es que no quería. El eslogan de la juventud sin futuro tuvo para él un significado literal.
Y luego están los derrumbamientos. El de un puente de la autopista en Génova un día de niebla ha sucedido apenas después del de un muelle en el puerto de Vigo durante un concierto. No incluyo en la contabilidad otro derrumbe reciente que ha sido trending topic, el del vestido de Marta Sánchez en pleno concierto, porque no pertenece al género de las catástrofes sino al de las conmemoraciones. En este sentido se emparenta con el celuloide rancio encontrado en una lata en la caja fuerte de un productor, una secuencia descartada de una película en la que Marilyn Monroe dejaba caer la sábana con la que se cubría delante de Clark Gable. Fetichismo altamente memorable que nos retrotrae a una época en la que el sexo era sinónimo de goce, y la diferencia de género tenía un sentido positivo y un objetivo común. Que ese terreno íntimo haya sido invadido también por la crónica de sucesos es un indicio más de la falta de autoestima de las personas en los tiempos en que vivimos.
«Tengo miedo de que el fin del mundo sea muy triste», cantó Georges Brassens hace ya muchos años, en una canción (“El gran Pan”) dedicada al crepúsculo de los dioses. Cuando los ayuntamientos y las autoridades del puerto y las concesionarias de las autopistas y otras divinidades menores nos sueltan de su mano, nos vuelven la espalda y se desentienden de nosotros porque nos consideran basura, es plausible que también nosotros, puestos en el brete, nos conceptuemos de basura y actuemos como tal. Es el principio al que se atuvo un empleado de aerolíneas que robó un avión para permitirse el lujo de suicidarse a lo grande. Antes un piloto había hecho lo mismo, pero no en solitario en un aparato vacío, sino durante un vuelo regular.
En tiempos pasados (en el siglo XX para no ir más lejos) ocurrían barbaridades mucho mayores, pero no estas. Urge un nuevo golpe de timón, un nuevo horizonte en positivo, muchas razones para vivir y para vivir bien. Si el peligro es que algunos acaben con la humanidad a golpe de recortes presupuestarios, el objetivo será acabar con los recortes presupuestarios a golpe de humanidad.