Lo dice Max
Tegmark, un profesor del Massachusetts Institute of Technology: los humanos
corremos el riesgo de quedar obsoletos, ante una inteligencia artificial (IA)
capaz de resolver con más eficiencia y menos gasto las mismas tareas precisas en
las que antes éramos insustituibles. Cierto que nos queda la posibilidad de
dirigir el desarrollo de la IA de modo que esta nos tenga en cuenta en sus
ecuaciones y nos lleve de la mano a un futuro radiante; el problema es que esa
dirección particular de los objetivos de la IA cuesta dinero y no genera
beneficio. Así pues, lo más probable es que sean los propios humanos, la elite
que tiene el control de las herramientas tecnológicas, la que opte por condenar
de forma definitiva a la inmensa mayoría de sus congéneres. «No había nada
personal, es solo que así funciona el mercado», imagino que dirían después del
holocausto, con un encogimiento de hombros.
Hay indicios de que
la nueva levedad del ser impuesta por la fuerza de los hechos consumados nos está
empezando a resultar insoportable. Un dato actual es que el 56% de los jóvenes españoles se ven abocados a empleos basura, y eso cuando pueden conseguirlos. Otro, también de ahora mismo, es que un muchacho francés de veinte años se enterró en la
arena de una playa del Atlántico, y cuando subió la marea ya no pudo salir. A lo
peor es que no quería. El eslogan de la juventud sin futuro tuvo para él un
significado literal.
Y luego están los
derrumbamientos. El de un puente de la autopista en Génova un día de niebla ha
sucedido apenas después del de un muelle en el puerto de Vigo durante un
concierto. No incluyo en la contabilidad otro derrumbe reciente que ha sido
trending topic, el del vestido de Marta Sánchez en pleno concierto, porque no
pertenece al género de las catástrofes sino al de las conmemoraciones. En este
sentido se emparenta con el celuloide rancio encontrado en una lata en la caja
fuerte de un productor, una secuencia descartada de una película en la que
Marilyn Monroe dejaba caer la sábana con la que se cubría delante de Clark
Gable. Fetichismo altamente memorable que nos retrotrae a una época en la que
el sexo era sinónimo de goce, y la diferencia de género tenía un sentido positivo
y un objetivo común. Que ese terreno íntimo haya sido invadido también por la
crónica de sucesos es un indicio más de la falta de autoestima de las personas
en los tiempos en que vivimos.
«Tengo miedo de que
el fin del mundo sea muy triste», cantó Georges Brassens hace ya muchos años,
en una canción (“El gran Pan”) dedicada al crepúsculo de los dioses. Cuando los
ayuntamientos y las autoridades del puerto y las concesionarias de las
autopistas y otras divinidades menores nos sueltan de su mano, nos vuelven la
espalda y se desentienden de nosotros porque nos consideran basura, es plausible
que también nosotros, puestos en el brete, nos conceptuemos de basura y
actuemos como tal. Es el principio al que se atuvo un empleado de aerolíneas que
robó un avión para permitirse el lujo de suicidarse a lo grande. Antes un
piloto había hecho lo mismo, pero no en solitario en un aparato vacío, sino
durante un vuelo regular.
En tiempos pasados
(en el siglo XX para no ir más lejos) ocurrían barbaridades mucho mayores, pero
no estas. Urge un nuevo golpe de timón, un nuevo horizonte en positivo, muchas
razones para vivir y para vivir bien. Si el peligro es que algunos acaben con la
humanidad a golpe de recortes presupuestarios, el objetivo será acabar con los
recortes presupuestarios a golpe de humanidad.