Aún nos faltaba conocer
lo peor.
Siete décadas de
agresiones sexuales continuadas a menores, más de mil víctimas, un telón opaco
de silencio sistemático y una técnica refinada para orillar inconvenientes
potenciales a los depredadores. Es el récord alcanzado por la iglesia católica en
Pennsylvania, y es la realidad cotidiana de una forma de entender la religión
como dominio, la sacralidad como violencia, el sacerdocio como impunidad.
Nadie se haga
ilusiones, el foco de la podredumbre no se circunscribe a Pennsylvania; va
mucho más allá. Juan José Tamayo, catedrático de Teología y Ciencia de las
Religiones en la Universidad Carlos III de Madrid, habla en elpais de un «cáncer
con metástasis que alcanza a todo el cuerpo eclesiástico:
cardenales, obispos, sacerdotes, miembros de la Curia romana, de congregaciones
religiosas, educadores en seminarios, noviciados y colegios religiosos, etc.»
Tamayo da algunas claves para diagnosticar la terrible
lacra. Las reproduzco sin comentario: «El patriarcado religioso recurre a las
agresiones sexuales para demostrar su poder omnímodo en las religiones. Un
poder que convierte a los clérigos en representantes y portavoces de Dios.
Masculinidad sagrada y violencia, pederastia religiosa y patriarcado son
binomios que suelen caminar juntos y causan más destrozos que un huracán.»
La argumentación de los jueces españoles en algunos casos
muy publicitados de abusos sexuales recientes está siguiendo la misma pauta de “repartir
las culpas” entre el agresor y la víctima, que utilizó en algunos casos la
jerarquía eclesial en Pennsylvania. Se omiten la violencia y la dominación como
motores directos del delito, no se tiene en cuenta la repetición, se pide el
anonimato “para sofocar el escándalo”, y el resultado es la impunidad de muchas
conductas punibles.
Y se presentan como “casos aislados” (una técnica que nos
resulta muy familiar en otros terrenos) lo que son redes extensas de corrupción
que actúan de forma continuada y desvergonzada.
Callar los abusos por respeto a la institución que los
ampara es el peor de los caminos posibles; es el que se sugiere precisamente
desde la institución, decidida como está a mantener a toda costa su alta respetabilidad
pública y oficial como educadora de la juventud.
La actitud de las jerarquías eclesiales en este terreno,
así en Pennsylvania como en España, está decidida desde hace tiempo y bien
asentada; se encubren los delitos, se obstaculizan las investigaciones
judiciales y, en las palabras del teólogo Tamayo, se causan en la sociedad “más
destrozos que un huracán”.
No solo hace falta
un cambio de actitud por parte del clero; es necesaria una tolerancia cero
desde la sociedad.