La Academia de
Hollywood plantea acrecentar la lista de sus premios anuales con un nuevo óscar,
que se concederá a la película “más popular” del año. La más comercial, se
entiende. La película más comercial ya ha tenido premio antes de llegar a la alfombra
roja, el récord de recaudación. Si ha sido lo bastante popular/comercial, suele
ocurrir que se adorne además en la gala de la Academia con varias estatuillas “serias”:
a los intérpretes, al guión, a los efectos especiales…
Premiar lo comercial viene a ser redundancia, pero no es
malo en sí mismo. La cultura tiene una doble máscara, desde los tiempos de los
griegos. Allá se premiaban anualmente, de forma no monetaria sino
estrictamente honorífica, la mejor tragedia por un lado, la que había provocado
los sentimientos más agudos de horror sagrado, de catarsis y de miedo colectivo
a la venganza implacable de los dioses; y luego la mejor comedia, faceta en la
que brillaba Aristófanes, que sembraba el escenario de mujeres lúbricas,
maridos cornudos y situaciones equívocas entre vecinos peleados. A Jorge de
Burgos, el monje erudito de El nombre de
la rosa, de Umberto Eco, le indignaba la actitud favorable a esas
astracanadas de un filósofo “serio” como Aristóteles de Estagira. Hay muchos
Jorges de ese estilo en la cultura moderna; auténticos cascarrabias, empeñados
en levantar muros infranqueables en torno al culto al arte tal y como ellos lo
entienden.
No hay tales muros,
o no son tan altos. Cuentan que Paul McCartney, emocionado después de que la
enésima canción de los Beatles llegara al número uno de las listas de éxitos,
le dijo a John Lennon: “Tío, estamos haciendo algo histórico.” Y John le contestó:
“Tranquilo, tronco. Es solo música pop.”
Los dos tenían
razón. Era música pop, y era algo histórico. La perspectiva después de algunos
años transcurridos afina las consideraciones y rectifica los prestigios
otorgados a bote pronto. En el terreno de la gastronomía se suele distinguir
entre la fast food, comida rápida, y la
slow food, la que se consume despacio
para saborearla mejor. Pero ocurre que el usuario no se adscribe en exclusiva a
una de las dos escuelas, sino que se sirve de una o de otra indistintamente en función de las
circunstancias. Un usuario normal no tiene los prejuicios demasiado arraigados
de un Jorge de Burgos; no se sienta a la mesa como si se tratara de una
eucaristía. A menos que se trate de un crítico especializado, que ha convertido en oficio la finura de su paladar; o bien de alguien que, no siéndolo, se concede el capricho de una eucaristía en particular, y está dispuesto a pagarla religiosamente.
Volviendo a la
literatura, encuentro en Librotea una lista de las novelas más vendidas de la
historia. Aquellas que, según se anuncia de forma pomposa, pasaron de best-sellers a long-sellers.
La lista es una
confirmación de lo que queda dicho arriba. El primer título es Don Quijote de la Mancha, de Miguel de
Cervantes. El segundo, Diez negritos, de
Agatha Christie.