La prodigiosa saga de
la familia Buendía en Macondo comenzó el día en que el patriarca José Arcadio descubrió
el hielo en la carpa de los gitanos, y con la mano puesta en él “como en un
texto sagrado”, exclamó: «Este es el gran invento de nuestro tiempo.»
José Arcadio se
equivocó. El hielo era ciertamente algo extraordinario, pero no un invento decisivo.
Quizás habría podido corregir en su apreciación al mayor de los Buendía el
sabio asesoramiento del gitano Melquíades, pero este había fallecido recientemente
de fiebres en los médanos de Singapur. Macondo, una aldea de veinte casas de
barro y cañabrava, vivía de espaldas a los grandes descubrimientos y al
progreso, pero las visitas de los gitanos de Melquíades habían remediado hasta
entonces de algún modo aquella carencia fatal. De hecho, el propio Melquíades
había indicado a José Arcadio el buen camino al regalarle un astrolabio, una
brújula, un sextante y una síntesis apretada, escrita de su puño y letra, de
los estudios astronómicos del monje Hermann. José Arcadio se zambulló en
aquellos estudios, se encerró en un cuartito que él mismo construyó en el fondo
de la casa, pasó noches en claro en el patio vigilando el curso de los astros, casi
sufrió una insolación intentando encontrar un método exacto para localizar el
mediodía, y adquirió el hábito de hablar a solas mientras paseaba absorto en
sus cálculos. Por fin un martes de diciembre, tembloroso de fiebre, se sentó a
la cabecera de la mesa y anunció a la familia reunida el resultado de sus estudios:
─ La tierra es
redonda como una naranja.
Úrsula Iguarán le
gritó entonces: «Si has de volverte loco, vuélvete tú solo. Pero no trates de
inculcar a los niños tus ideas de gitano.»
En su siguiente
visita Melquíades había respaldado a José Arcadio, alabado su inteligencia y
certificado la exactitud de sus cálculos. Le regaló además un laboratorio de
alquimia. Pero ni siquiera el sabio Melquíades, con toda la experiencia de sus
viajes incesantes por tierras exóticas, podía hacer nada contra el hecho de que
la redondez de la tierra era una verdad carente de consecuencias prácticas para
aquel lugar remoto en cuyas huertas junto al río se cultivaban el plátano, la
malanga, la yuca, el ñame, la ahuyama y la berenjena.
A lo que se
atribuía mayor importancia, en Macondo como en latitudes más próximas a
nosotros, no era a la realidad enjuta y comprobable, sino al relato maravilloso
y lleno de prestigio. Pero, como dejó escrito en la frase final de su larga
saga el escriba de las historias de Macondo, todo lo escrito en esos relatos es
irrepetible, y las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una
segunda oportunidad sobre la tierra.