Es seguramente hora
de cuestionarse el principio territorial de la soberanía. Se trata de un
principio basado, como tantas disposiciones funestas del derecho de gentes, en
la propiedad privada como dominio absoluto e inviolable sobre las cosas
poseídas. Hay una relación que nos viene de Roma entre propiedad y patriarcado,
que configura la propiedad como un derecho sin límite sobre un terreno, desde el centro
de la tierra hasta el cielo, y el patriarcado como un derecho también ilimitado sobre
todo lo que acompaña a la posesión del terreno, incluidas las personas
adscritas a él: tanto las mujeres del paterfamilias como sus hijos, sus
criados, sus aparceros y sus esclavos.
Por traslación, la
misma idea de la propiedad fundaría se aplicó en su momento a las naciones. La
soberanía se estableció sobre una base territorial que generaba para unos “padres
de la patria” no del todo iguales entre ellos (la democracia tenía entonces una base
censitaria: tanto tienes, tanto vales) derechos del mismo tipo aproximadamente
que los del paterfamilias: de vida y de muerte sobre las personas sujetas a su
autoridad, para resumirlo con rapidez.
Por una extraña
regresión, ese núcleo de ideas, que parecía enterrado de forma definitiva
después de la gran época de las declaraciones universales de derechos, está
aflorando de nuevo en la forma de vinculación de derechos a territorios
concretos y, sobre todo, de negación de derechos a quienes no pueden exhibir un
certificado de pertenencia. La cosa va desde el “America First” de Donald Trump,
hasta la lucha abierta contra “lo extranjero” de Matteo Salvini en Italia, o a la
reclamación de derechos de soberanía absolutos sobre su parcela particular, que
maneja el independentismo catalán.
Conviene recordar
que desde esta óptica, la guerra fue considerada en tiempos como una forma
natural, entre varias, de extender la soberanía de las naciones. Dicho con
Clausewitz, era una continuación de la política por otros medios. Dicho desde la mirada distante del pirata de Espronceda: «Allá muevan feroz guerra ciegos reyes / por un palmo más de tierra.» Conviene
recordarlo, porque estamos inmersos en conflictos regionales basados en estos
principios, y corremos el riesgo de ir hacia confrontaciones más generales
siguiendo la misma lógica (“guerra comercial” en principio; quién sabe qué más,
después).
Immanuel Kant
meditó sobre estos graves asuntos. Vivía en Königsberg, en la Prusia Oriental,
un enclave de escasos kilómetros cuadrados incrustado entre Polonia, Rusia y el Báltico.
Las ambiciones de las grandes potencias barrían cíclicamente la zona. Polonia
fue repartida tres veces. La prusiana Königsberg es hoy Kaliningrad, una ciudad
rusa.
Kant publicó en
1795 un opúsculo político sobre la Paz Perpetua (Zum ewigen Frieden). Su intención era sustituir el principio de la
territorialidad, como base del derecho político positivo, por el cosmopolitismo;
es decir, por la constatación de que todos somos ciudadanos del mismo mundo, y una
paz duradera solo puede asentarse en la igualdad y la
libertad de todas las personas, de forma que los derechos de estas, y en primer lugar
el derecho a ser reconocidas y no hostigadas, estén por encima de los derechos
reales sobre la tierra y los bienes materiales.
Estos son los tres “artículos
definitivos” que proponía Kant para una constitución cosmopolita:
1. La constitución
civil de todos los estados debe ser republicana.
2. La ley de las
naciones debe estar fundada en una federación de estados libres.
3. La ley de la
ciudadanía mundial debe estar limitada a condiciones de una hospitalidad
universal.
Cierto que las tres
disposiciones no resolverían todos los problemas que nos afligen; pero señalan
una dirección concreta inequívoca. Deberían ser una “ley de mínimos” acompañada
de otras disposiciones que garantizaran la libertad concreta de las personas, su
igualdad de oportunidades y las condiciones de su contribución obligatoria al
bien del común.