jueves, 23 de agosto de 2018

DE LA TERRITORIALIDAD AL COSMOPOLITISMO


Es seguramente hora de cuestionarse el principio territorial de la soberanía. Se trata de un principio basado, como tantas disposiciones funestas del derecho de gentes, en la propiedad privada como dominio absoluto e inviolable sobre las cosas poseídas. Hay una relación que nos viene de Roma entre propiedad y patriarcado, que configura la propiedad como un derecho sin límite sobre un terreno, desde el centro de la tierra hasta el cielo, y el patriarcado como un derecho también ilimitado sobre todo lo que acompaña a la posesión del terreno, incluidas las personas adscritas a él: tanto las mujeres del paterfamilias como sus hijos, sus criados, sus aparceros y sus esclavos.
Por traslación, la misma idea de la propiedad fundaría se aplicó en su momento a las naciones. La soberanía se estableció sobre una base territorial que generaba para unos “padres de la patria” no del todo iguales entre ellos (la democracia tenía entonces una base censitaria: tanto tienes, tanto vales) derechos del mismo tipo aproximadamente que los del paterfamilias: de vida y de muerte sobre las personas sujetas a su autoridad, para resumirlo con rapidez.
Por una extraña regresión, ese núcleo de ideas, que parecía enterrado de forma definitiva después de la gran época de las declaraciones universales de derechos, está aflorando de nuevo en la forma de vinculación de derechos a territorios concretos y, sobre todo, de negación de derechos a quienes no pueden exhibir un certificado de pertenencia. La cosa va desde el “America First” de Donald Trump, hasta la lucha abierta contra “lo extranjero”  de Matteo Salvini en Italia, o a la reclamación de derechos de soberanía absolutos sobre su parcela particular, que maneja el independentismo catalán.
Conviene recordar que desde esta óptica, la guerra fue considerada en tiempos como una forma natural, entre varias, de extender la soberanía de las naciones. Dicho con Clausewitz, era una continuación de la política por otros medios. Dicho desde la mirada distante del pirata de Espronceda: «Allá muevan feroz guerra ciegos reyes / por un palmo más de tierra.» Conviene recordarlo, porque estamos inmersos en conflictos regionales basados en estos principios, y corremos el riesgo de ir hacia confrontaciones más generales siguiendo la misma lógica (“guerra comercial” en principio; quién sabe qué más, después).
Immanuel Kant meditó sobre estos graves asuntos. Vivía en Königsberg, en la Prusia Oriental, un enclave de escasos kilómetros cuadrados incrustado entre Polonia, Rusia y el Báltico. Las ambiciones de las grandes potencias barrían cíclicamente la zona. Polonia fue repartida tres veces. La prusiana Königsberg es hoy Kaliningrad, una ciudad rusa.
Kant publicó en 1795 un opúsculo político sobre la Paz Perpetua (Zum ewigen Frieden). Su intención era sustituir el principio de la territorialidad, como base del derecho político positivo, por el cosmopolitismo; es decir, por la constatación de que todos somos ciudadanos del mismo mundo, y una paz duradera solo puede asentarse en la igualdad y la libertad de todas las personas, de forma que los derechos de estas, y en primer lugar el derecho a ser reconocidas y no hostigadas, estén por encima de los derechos reales sobre la tierra y los bienes materiales.
Estos son los tres “artículos definitivos” que proponía Kant para una constitución cosmopolita:
1. La constitución civil de todos los estados debe ser republicana.
2. La ley de las naciones debe estar fundada en una federación de estados libres.
3. La ley de la ciudadanía mundial debe estar limitada a condiciones de una hospitalidad universal.
Cierto que las tres disposiciones no resolverían todos los problemas que nos afligen; pero señalan una dirección concreta inequívoca. Deberían ser una “ley de mínimos” acompañada de otras disposiciones que garantizaran la libertad concreta de las personas, su igualdad de oportunidades y las condiciones de su contribución obligatoria al bien del común.