Hoy hemos honrado
en Barcelona a las víctimas de los atentados de un año atrás en una jornada
casi perfecta; o, como han señalado los medios de comunicación, “casi sin
incidentes”.
Han sonado las notas
infaltables de violonchelo del “Cant dels ocells” instrumentado por Pau Casals, y un coro de niños y sus
padres ha entonado sucesivamente “Over the rainbow” de Arlen, “Imagine” de
Lennon, “Hallelujah” de Cohen y “Qualsevol nit pot sortir el sol” de Sisa. Música
tópica pero bien elegida para descifrar la esperanza, para negar la noche y
mirar más arriba, más lejos. Se quería dar una imagen de unidad frente al
terror. La unidad, sin embargo, estaba sujeta con alfileres. En unos pisos
altos aparecieron pancartas semiinstitucionales contra el Borbón; a la inversa,
se agitaron banderitas y se corearon consignas a su favor que nada tenían que
ver con los sucesos que se había ido a recordar. Un cortejo de los CDR topó con
otro de monárquicos en la confluencia de la Rambla con Pelai, y ambos grupos se
intercambiaron el nombre del puerco durante algunos momentos tensos que no
fueron a más.
Si hemos de ser
sinceros, esperábamos más incidentes. La tregua ha funcionado bien, en líneas
generales, como sucedía en los años olímpicos de la Grecia antigua. Los
partidarios de las dos Barcelonas opuestas han hecho acto de presencia, han
enseñado los dientes e intercambiado gestos de amenaza. Por lo demás, han
competido para ver quién lanzaba la jabalina más lejos, a sabiendas de que
pasado mañana las jabalinas metafóricas buscarán el cuerpo del contrario, para hacer
sangre también metafórica.
No somos, por más
que así lo proclamemos, una “ciutat de pau”. No lo somos aún, como lo señaló
Gemma Nierga, impecable en su papel de narradora del memorial. Cabe la
posibilidad, sin embargo, de que cualquier noche próxima vuelva a salir el sol.