Mi nieta trajo a casa anoche varios libros recién
comprados y regalados por su madrina. Entre ellos estaba Tres hombres en una barca, de Jerome K. Jerome. Ha sido una sorpresa para mí, pensé que cosas así ya
no estaban a la venta. Me equivocaba, los Tres Hombres siguen gozando de buena
salud en la era de Facebook. Fueron un bestseller desde el año mismo de su
aparición, en 1889. La edición en manos de mi nieta es de 2013 y la traducción
resulta un tanto apolillada en mi opinión de experto, de modo que para el
fragmento que les ofrezco he recurrido a mis propios saberes.
Se trata de un humor inglés poco parecido a la
imagen que solemos hacernos de él: no es espiritual, ingenioso ni burbujeante. Sí
contiene mucha ironía de trazo grueso. Es el mismo estilo del humor de las
películas de Laurel y Hardy, de las tartas de nata en la cara y de los Keystone
Cops. Para saborearlo a fondo es preciso recuperar previamente toda la
inocencia de lector que uno pueda almacenar. Y me ha parecido que recuperar la
inocencia, toda la inocencia posible, podía ser un ejercicio beneficioso para
la salud, en los tiempos que corren.
Tiene la palabra Jerome K. Jerome (capítulo 3 de
“Tres hombres en una barca”)
Estoy seguro de que
no hay en el mundo una casa tan alborotada como la de mi tío Podger cuando
decide hacer algo. Supongamos que un cuadro recién enmarcado se encuentra en el
comedor a la espera de ser colgado. Tía Mary pregunta qué hay que hacer, y tío
Podger dice:
─Déjalo de mi
cuenta. No os preocupéis ninguno de vosotros. Yo mismo lo haré todo.
Se quita la
chaqueta y empieza. Manda a la criada a comprar seis peniques de clavos, y a
uno de los chicos detrás, para decirle de qué tamaño. Y a partir de ese
momento, progresivamente, pone en movimiento a toda la casa.
─Ahora, Will,
búscame el martillo ─dice─. Y tú, Tom, tráeme el metro; voy a necesitar también
la escalera, y será mejor tener a mano la silla de la cocina. Tú, Jim, corre a
casa de míster Goggles y dile: «Papá le manda recuerdos y espera que esté mejor
de la pierna; y que si le deja el nivel.» Tú, Mary, no te vayas porque
necesitaré a alguien que me sostenga la lámpara; y cuando vuelva la criada, que
salga otra vez y me traiga un poco de cuerda de colgar cuadros. Y tú, Tom…
¿dónde está Tom?... Tom, ven aquí. Necesito que me pases el cuadro.
Entonces coge el
cuadro y se le escapa de las manos y se sale del marco, y él trata de salvar el
cristal y se corta. Entonces se pone a dar saltos por la habitación, buscando
un pañuelo. No encuentra el pañuelo porque lo tiene en el bolsillo de la
chaqueta que se ha quitado y que no sabe dónde ha puesto, así que toda la casa
tiene que dejar de buscar las herramientas y ponerse a buscar la chaqueta, y
mientras tanto él está sentado, criticando.
─¿Es que no hay
nadie en la casa que sepa dónde está mi chaqueta? No he visto inútiles más
grandes en toda mi vida, palabra. ¡Nada menos que seis, y no sois capaces de
encontrar una chaqueta que no hace ni cinco minutos que me he quitado! Por
todos los…
Entonces se
levanta, se da cuenta de que se ha sentado encima de la chaqueta y grita:
─¡Bueno, ya podéis
dejar de buscar! La he encontrado yo. Sería más sensato pedirle al gato que
busque las cosas, que esperar a que vosotros las encontréis.
Después de media
hora empleada en vendarle el dedo, una vez llegado un cristal nuevo y cuando le
han traído las herramientas, la silla, la escalera y la vela, se pone otra vez
a la tarea con la familia en semicírculo alrededor, incluidas la criada y la
asistenta, todos atentos a sus órdenes. Dos personas tienen que sujetar la
silla, una tercera ayudarle a subirse y sostenerlo allí, una cuarta le da un
clavo y una quinta le pasa el martillo; y al coger él el clavo, se le cae al
suelo.
─¡Ya veis! ─dice en
tono dolido─. Ahora nos hemos quedado sin clavo.
Todos tienen que
arrodillarse y buscar por el suelo, mientras él, de pie en la silla, gruñe y
pregunta si van a tenerle allí toda la noche.
Finalmente aparece
el clavo, pero entonces se le ha perdido el martillo.
─¿Dónde está el
martillo? ¿Qué he hecho con el martillo? ¡Santo cielo! ¡Siete personas mirando
como papanatas y nadie sabe qué he hecho con el martillo!
Encuentran el
martillo y entonces no ve bien la marca que ha hecho en la pared para clavar el
clavo, y todos tienen que subirse a la silla, a su lado, para ver si la
encuentran; y cada cual la encuentra en un sitio distinto, y él les llama
idiotas a todos, por turno, y les dice que bajen. Entonces coge el metro, mide
de nuevo y ve que necesita saber cuánto es la mitad de treinta y una pulgadas y tres
octavos desde el rincón, y trata de calcularlo de memoria y se enfurece.
Todos tratan de calcularlo
de memoria, y todos llegan a un resultado diferente y se burlan los unos de los
otros. El número de partida se olvida durante la discusión, y tío Podger tiene
que medir de nuevo.
Esta vez usa un
cabo de cuerda, y en el momento crítico, cuando el viejo se inclina subido a la
silla en un ángulo de cuarenta y cinco grados, tratando de alcanzar un punto
situado tres pulgadas más allá de su alcance, la cuerda resbala y él pierde el equilibrio
y va a caer sobre el piano, produciendo un efecto musical de gran elegancia al
golpear con la cabeza y el cuerpo simultáneamente todas las teclas.
La tía Mary declara
no estar dispuesta a permitir que los niños oigan tales palabrotas.
Finalmente tío
Podger consigue marcar de nuevo el punto, apoya en él el clavo con la mano izquierda
y agarra el martillo con la derecha. Con el primer golpe se aplasta el pulgar,
da un alarido y deja caer el martillo sobre el pie de
alguno de los presentes.
Tía Mary comenta
con dulzura que espera que tío Podger le comunique anticipadamente la próxima
vez que tenga intención de clavar un clavo en la pared, a fin de tomar las
disposiciones necesarias para pasar una semana en casa de su madre mientras se
lleva a cabo la operación.
─Las mujeres
siempre organizáis un lío por cualquier menudencia ─responde tío Podger
mientras se incorpora─. A mí me encanta el bricolaje.
Se pone otra vez a
ello, y al segundo intento el clavo atraviesa limpiamente el yeso, seguido por
la mitad del martillo, y tío Podger se va contra la pared con tanta fuerza que
casi se aplasta la nariz.
De modo que todos
han de buscar otra vez el metro y la cuerda, y se hace un nuevo agujero. Hacia
la media noche, el cuadro queda colocado en su sitio, torcido e inestable;
varios metros de pared parecen haber sido rascados con un rastrillo, y todo el
mundo está agotado y deprimido, menos tío Podger.
─Ahí tenéis ─declara,
mientras pisa un callo a la asistenta al bajar de la silla, y contempla con
satisfacción evidente el caos que ha provocado─. Hay gente que habría contratado
a alguien para hacer una cosa tan sencilla.