viernes, 2 de noviembre de 2018

DESPRECIAR LO QUE SE IGNORA, IGNORAR LO QUE SE DESPRECIA



Javier Aristu y Paco Rodríguez en actitud de evaluar cuidadosamente las superestructuras. Sevilla, finales de octubre de 2018. (Foto Carmen Martorell)


Esa característica tan española: alardear de ignorancia y argumentar únicamente con universales. “No vale la pena reformar la Constitución si no es para algo importante" (Cataluña, obviamente, no lo es). Así se expresan algunos.
Javier Aristu ha escrito un gran artículo sobre el tema (1). La ocasión se la ha dado un mano a mano penoso entre dos políticos andaluces, Rodríguez de la Borbolla y Zoido, en torno a la Constitución… y a Cataluña. Pero en el texto de Aristu hay muchas más cosas, y una finura de análisis poco común. Alude, por ejemplo, al carácter mestizo de la realidad catalana de hoy, porque un “elemento fundante” de la nueva Cataluña fue la gran oleada humana de inmigrantes de otras regiones, y en especial de Andalucía, en unos momentos en que las necesidades del despegue industrial demandaban una aportación masiva de mano de obra de fuera.
En tiempos nos sentimos orgullosos de ese mestizaje, alardeamos de tener una sociedad inclusiva, de puertas abiertas. “Catalán es todo aquel que vive y trabaja en Cataluña”, ¿recuerdan?
El posicionamiento actual de las fuerzas soberanistas es una enmienda a la totalidad de aquella tesis. Ven a Cataluña como un ideal prístino y tan elevado que solo es posible aproximarse a él mediante un proceso controlado de depuración de elementos extraños de todo tipo. Se está dispuesto a tolerar (poco y mal) al diferente, siempre que se comprometa a un esfuerzo de “integración”. Subrayo el término en lo que tiene de exigencia: se tolera a la persona, pero se veta la cultura que define a esa persona en muchos aspectos cardinales. No basta entonces la mera inclusión; la sociedad resultante de la introducción de nuevos inputs humanos ha de ser “homogénea” y exenta, por tanto, de contradicciones molestas.
La homogeneización cultural, sin embargo, en las sociedades actuales tiene un carácter global, no nacional; masivo, no de elite; simplificador, no complejo.
En muchos parámetros, las culturas populares en Cataluña y en Andalucía son idénticas: los mismos valores, las mismas aspiraciones que trascienden el ámbito localista y adoptan una escala más amplia, que no siempre se traduce en una mayor amplitud de miras.
Así, unos y otros nos sentimos europeos, en buena medida, porque Europa patrocina (todavía; quizá no por mucho tiempo) diversidad, tolerancia, convivencia y, también, un plus de protección contra las arbitrariedades de dentro y contra las intrusiones de fuera. “Ser” europeos, más europeos que nadie, incluso, es una aspiración común. En cambio, nos es difícil vernos a los catalanes como andaluces, y a los andaluces como catalanes. Y respecto de esa entidad abstracta a la que algunos llaman España, nuestros sentimientos son francamente ambivalentes. Con más fuerza en Cataluña, donde ser “españolista” es visto en algunas instancias como un pecado sin redención posible; con las debidas precauciones en Andalucía, porque, ojito, aquí hay que matizar qué es “lo nuestro” y qué no lo es.
Zoido y Borbolla discursean desde el desprecio (Cataluña no supone un problema constitucional importante) provocado por la ignorancia sumaria de la realidad. Satisfechos de sí mismos, confiados en la funcionalidad de un eje Madrid-Sevilla como resumen adecuado de la diversidad del país, convencidos de que “en España se vive bien” gracias a sus desvelos, concluyen que no hay nada que reformar ni que retocar de las instituciones tal como son y como están funcionando.
Una actitud tan prepotente como miserable. No lo digo yo, lo dijo Antonio Machado. Y no es de ahora el problema, Machado lo dijo en 1912:
«Castilla miserable, ayer dominadora, / envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora.»
No caigamos en el error de elevar los versos machadianos a categoría universal. Pero contemplemos a nuestro sabor a los dos próceres arrepapados en la ficción del autocontentamiento y en el menosprecio de los síntomas ─muy evidentes, muy graves─ de malestar generalizado.