El 30 de junio de
1845 Charles Baudelaire envió una carta a su amante, Jeanne Duval, en la que le
comunicaba su intención de suicidarse: «Me mato porque no puedo vivir más, pues
el cansancio al dormirme y el cansancio al despertarme me son insoportables.»
Estaban por medio
una vida desordenada; el despilfarro de la fortuna paterna, que obligó al
consejo de familia a imponerle un tutor para administrar sus bienes; la
absenta, y una sífilis temprana que habría de torturarle el resto de su vida.
Tenía veinticuatro
años. Era un genio. Se apuñaló, pero poco, o mal, o en vano. Sobrevivió sin
problemas (o con problemas no mayores de los habituales) y publicó su colección
más célebre de poemas, Las flores del
mal, doce años más tarde, en 1857. La crítica, la santa madre iglesia y los estamentos de la
sociedad bien pensante se le tiraron a degüello. Lo convirtieron en un paria. La
censura mutiló algunos de los poemas más audaces y novedosos del libro, por su
erotismo morboso. El Vaticano lo puso en el Índice de libros prohibidos. Fue,
perdonen ustedes lo chusco de la comparación, como si se hubiera limpiado los
mocos con una bandera. Así eran las cosas entonces. No pasaría mucho tiempo, sin
embargo, y otro artista llevó a una exposición pública un orinal con su mierda.
Se supone que pretendía decir que arte es todo lo que produce un artista; que
un artista crea arte incluso en sus gestos más humildes y privados, como el rey
Midas convertía en oro todo lo que tocaba, sin excepción.
Pero Baudelaire ya
no vio con sus ojos esa asombrosa mutación, que le habría entronizado a él mismo como
un gurú, un fenómeno de feria colocado en un estrado inalcanzable para el común de los mortales como usted y como yo. Moriría en 1867, a la
edad de cuarenta y seis años, afásico, hemipléjico y con episodios de parálisis
total; pero lúcido.
Su carta de suicida
ha sido adquirida por 234.000 euros, el triple de su precio de salida, en una
subasta en Fontainebleau. Quiere decirse que la inmortalidad consecuente al
valor dinerario de cualquier simple emanación de su persona, en este caso la firma,
le ha llegado muy a destiempo, 151 años después de haber emprendido, con prisas
poéticas, su último viaje.
Estos son sus anhelos,
traducidos a alejandrinos límpidos:
Ô Mort, vieux capitaine, il est temps! Levons l’ancre!
Ce pays nous ennuie, ô Mort! Appareillons!
(¡Oh Muerte, viejo
capitán, ya es hora! ¡Levemos anclas!
¡Este país nos
aburre, oh Muerte! ¡Aparejemos!)