Carlos Lesmes,
presidente aún, ya por poco tiempo, del Tribunal Supremo y del Consejo General
del Poder Judicial, pidió a Luis María Díez-Picazo, el presidente de la sala de
lo Contencioso Administrativo (para Lesmes, “su” sala y “su” amigo del alma,
colocado por él en ese lugar), que convocara con urgencia el pleno, con el fin
de revisar la sentencia sobre el impuesto de las hipotecas.
Díez-Picazo cumplió
como bien mandado. Convocó el pleno de sala en cuarenta y ocho horas y, como su
voto de calidad era necesario para inclinar el debate de un lado o de otro, lo
utilizó para dejarlo caer del lado de la banca: del lado que le había sido
sugerido.
En estos tiempos en
los que todo se sabe, la torpeza ha sido monumental, y descalificante tanto para
Díez-Picazo como para Lesmes, un juez “político” que ha hecho su carrera a la
sombra del PP. Todo el aparato de la Justicia en España ha quedado en
entredicho; se ha quebrado el principio esencial de la seguridad jurídica, y
además por una cuestión secundaria que la banca habría absorbido con facilidad
a través de alguno de los expedientes en los que es experta (lo hará, a fin de cuentas,
después del decreto del gobierno; las cuentas de la banca siempre se escriben
torcidas con renglones derechos).
Hay otra cosa
imperdonable aún, en este asunto. Lesmes ha tenido la mejilla dura de alegar que
el enredo en el que ha metido por propia iniciativa al Tribunal Supremo
proviene de que la ley que regula las hipotecas “es confusa”. La culpa sería de
la norma; no de quienes la habían aplicado hasta ahora de un modo determinado,
que se intentaba rectificar. Es la rectificación lo que ha provocado la
reacción contraria de las togas supremas; no la irregularidad anterior. Como si
la confusión se hubiera generado a partir de la rectificación, y no de la letra
misma de la ley.
La excusa de Lesmes
ha sido digna de un rábula de los que medran en los estrados aprovechando el
redactado confuso de tantas y tantas leyes. No es de recibo el argumento en el
presidente del órgano supremo que tiene como misión precisamente aclarar el
sentido y la recta aplicación de las leyes, y fijar las normas para su
cumplimiento seguro y ordenado. La jurisprudencia, así se enseña desde siempre, es fuente del derecho con el mismo rango que la ley. Si las leyes fueran siempre claras y
terminantes, no harían falta jueces, bastaría con los secretarios de
juzgado para redactar las sentencias.