Leo en Público una
entrevista a Pere Aragonés. Dice el número dos de Esquerra Republicana y
responsable de las Finanzas en el govern
de la Generalitat: «No me asusta la perspectiva de que la independencia [de
Catalunya] se pueda alargar más en el tiempo de lo que querría.»
Dice bien. Ítaca
como república independiente es una birria; lo único que presenta algún interés
para sus devotos es el viaje en sí, la trepidación de la aventura. Esa realidad
se transparenta en toda la estrategia de la tensión montada en torno al procés. Hace tiempo que una
independencia brumosa e irreal ha dejado de mover algún resorte en el Palau de
Waterloo y sus aledaños de Sant Jaume. El punto en el que se hace hincapié es
el “sentiment”, la respuesta digna a la ofensa, como si las instituciones
catalanas hubieran sido agredidas unilateralmente por el Estado central, sin ninguna
razón concreta, mientras ellas se ocupaban de inocentes asuntos de rutina tales
como la desconexión unilateral. Todo el mundo “indepe” cree que el problema real
no es la desconexión, sino la agresión de que ha sido objeto Cataluña desde
Madrid a partir de un hecho tan sencillo y cotidiano.
Coincide en las
páginas de Público la entrevista con una noticia, firmada por Cristina Casero, sobre
la posición de los museos británicos en contra del Brexit. Cito un párrafo en el que
hablan los responsables de la National Gallery: «Es
crucial que los museos y galerías del Reino Unido sigan compartiendo
colecciones y experiencias tanto a nivel nacional como con otros museos
europeos. Los museos del Reino Unido se han beneficiado enormemente de
ambiciosas exposiciones conjuntas, procesos simplificados para el préstamo de
obras de arte y proyectos de investigación transfronterizos financiados
conjuntamente.»
¿Ha pensado alguien
en el problema parecido que generaría una frontera colocada entre Cataluña y
España, sumada a la certeza de que tal circunstancia situará a Cataluña fuera de
la comunidad de la UE, y tal vez de la moneda común? Calculan los promotores
culturales británicos que los nuevos impuestos les supondrían una factura de
más de 28 millones de euros. Hay poco margen para generar irradiación cultural
a ese precio. El “espléndido aislamiento” secular de la Gran Bretaña será
bastante menos espléndido, desde el momento en que no tiene capacidad para
imponer sus condiciones a la contraparte.
La situación
resultaría todavía más angustiosa en Cataluña. No solo en el terreno de la
cultura, menos importante desde el momento en que los procesistas se comportan
como talibanes al negar todo lo que no se genera en el seno árido de una endogamia
rígida. (Ejemplo, la inasistencia institucional a las honras fúnebres y los
homenajes a Montserrat Caballé, una cantante que no era “de los nuestros”, era
sencillamente universal. Ejemplo, la falta de respaldo oficial e incluso de
presencia física en los recitales de adiós de Raimon, hasta hace pocos años uno
de nuestros buques insignia.) Todo el imaginario sobre la república catalana
virtual está construido a partir del presupuesto de que todo seguiría
funcionando igual que antes, solo que con independencia. Los flujos comerciales
con España seguirían igual, pero sin impuestos que abonar a Madrid; las
relaciones con la Unión Europea seguirían igual, a pesar de que todo habría
cambiado. El dinero seguiría depositado en unos bancos catalanes imbuidos de
patriotismo, sin emigrar a otras latitudes más promisorias. Nos ahorraríamos
gastos militares, nosotros tan pacifistas, porque el paraguas de la OTAN nos
cubriría igual dado que España, que no nos representa, seguiría pagando la
factura.
¿Ha hecho Pere
Aragonés un estudio serio del coste que todo este trastrueque supondría para la
república potencial? Seguramente sí, y seguramente también lo tiene guardado en
un cajón bajo llave, para que nadie se entere.
Esa sería la razón
última de su declaración de que “no le preocupa” que se demore la tan deseada
independencia.