viernes, 9 de noviembre de 2018

LECTURAS DE EDUARDO MENDOZA


En las horas perdidas de hotel antes de atrapar el sueño, durante el viaje de este mes de septiembre a Eslovenia, concluí la novela El rey recibe, de Eduardo Mendoza. Me ocurrió lo mismo que me ha pasado con otras cosas suyas, muy singularmente con Mauricio o las elecciones primarias. No supe qué pensar, si se trataba de un experimento fallido o de un acierto de otro género que yo no alcanzaba a captar.
En esas sigo, pero me ha despertado un interés vivísimo la recomendación de lecturas que hace Mendoza en la “librotea” aparecida en elpais hace un par de días. Se da la circunstancia, rara, de que he leído todas las obras recomendadas por él. Habría preferido que no fuese así, porque un lector ávido siempre agradece una recomendación fiable para una nueva aventura lectora. Pero la circunstancia me ha dado ocasión para tratar de extraer un divisor común en las obras citadas y ponerlo en relación con el oficio de escribir del propio Mendoza.
Una primera constatación: Mendoza no señala las obras consagradas de sus autores favoritos, sino de alguna forma los second best. Textos, por otra parte, de una maestría y una brillantez cegadoras: Vanina Vanini, de Stendhal (y no el Rojo y el negro ni la Cartuja); Iván Ilich, de Tolstói (y no Guerra y paz o Ana Karenina); Las nieves del Kilimanjaro, de Hemingway, un relato corto en lugar de alguna de sus grandes novelas; Gracia, de James Joyce, saliéndose de lo obvio; La busca, de Pío Baroja, que es una elección aceptable pero entre otras muchas posibles en el prolífico escritor vasco; El intérprete griego, una historieta de Sherlock Holmes muy por debajo del éxito de sus títulos principales; y finalmente, una historia del Conde Lucanor que se diría incluida en el paquete como frivolité particular o como estrambote.
Un repaso temático de las obras propuestas ofrece algunas pistas más. El deán de Sanctiago acude al gran maestro don Yllán de Toledo para aprender la nigromancia, y es transportado mágicamente a diversos ascensos sociales, hasta concluir en Papa de Roma; en cada una de sus nuevas dignidades rehúye la petición de don Yllán de corresponder como se comprometió a su favor. Al final se ve reducido a su condición inicial y a la negativa del maestro a iniciarle en los misterios que anhelaba conocer.
En “Gracia” de Joyce, un borracho rueda por las escaleras de un bar de Dublín y sus amigos intentan redimirlo llevándolo a unos ejercicios espirituales para hombres de negocios convocados por un predicador de moda. En la reunión preparada para convencerlo, se habla con grandilocuencia de la infalibilidad papal y de la teología no del todo ortodoxa, mientras circula a la ronda hasta fenecer una botella de buen whisky. Hay (como en el cuento del Conde Lucanor) un doble nivel lleno de ironía en el relato y en sus personajes, que demuestra la clase de cosas que habría podido escribir Joyce de no haber puesto su talento al servicio del empeño de transgredir todos los límites impuestos a la prosa literaria por las academias. Quizás algo parecido a ese doble nivel se encuentra también en la “Busca” de Baroja, pero tendría que releerla despacio para asegurarlo.
En el “intérprete griego”, de Conan Doyle, la historia principal transcurre en un trasfondo de intrigas internacionales en las que dicho intérprete se ve introducido sin comerlo ni beberlo, por el simple hecho de que su conocimiento del idioma es esencial para la operación delictiva que se proyecta. Iván Ilich muere, y desde ese hecho conocido en la primera página del relato de Tolstói, retrocedemos hacia sus sueños, sus expectativas y sus ambiciones que sabemos que van a quedar truncadas. Algo parecido ocurre en el “Kilimanjaro” de Hemingway, con continuos flashback entre la agonía real del cazador con la pierna gangrenada y la memoria de los acontecimientos cruciales de su vida. Mendoza nos indica en todos estos casos historias cerradas en sí mismas pero ligadas de alguna forma indirecta a acontecimientos de una significación superior. Porque las esferas de la vida están interconectadas, de manera que lo grande influye en lo mínimo, y lo mínimo emborrona a menudo lo inmenso.
Es el esquema que él mismo utiliza en El rey recibe, donde sorprende la insipidez de la pequeña historia del periodista y del rey ful de un territorio hipotético, en contraste con los grandes acontecimientos paralelos de la historia de España y del mundo.
En la historia de la princesa y el carbonario que cuenta “Vanina Vanini” me parece percibir una de las fuentes de inspiración de El año del diluvio, la novela second best del propio Mendoza que tengo por mi particular preferida, por delante incluso del Savolta, de La ciudad de los prodigios, de Una comedia ligera o de las divertidísimas aventuras del detective sin nombre que se identifica a sí mismo como Sugrañes. La madre superiora del “Diluvio”, empeñada en financiar la construcción de un hospital, se ve asediada sexualmente desde dos flancos, por el terrateniente ocioso que la engaña y por el guerrillero rebelde que la secuestra después de adorarla a distancia. Tiene, por lo demás, las características de empeño, de resistencia y de buen sentido de las protagonistas femeninas de Mendoza, en oposición a la abulia, el oportunismo y la falta de carácter de los varones que nos describe.
La lista de títulos ofrecidos por el novelista me reconcilia en cierto modo con la propuesta de El rey recibe, primer eslabón de una trilogía que se anuncia bajo el título global de las Tres leyes del movimiento. Algo adivino del método que pretende utilizar el autor. Aguardo esperanzado la continuación.