En las horas
perdidas de hotel antes de atrapar el sueño, durante el viaje de este mes de
septiembre a Eslovenia, concluí la novela El
rey recibe, de Eduardo Mendoza. Me ocurrió lo mismo que me ha pasado con otras
cosas suyas, muy singularmente con Mauricio
o las elecciones primarias. No supe qué pensar, si se trataba de un
experimento fallido o de un acierto de otro género que yo no alcanzaba a captar.
En esas sigo, pero
me ha despertado un interés vivísimo la recomendación de lecturas que hace
Mendoza en la “librotea” aparecida en elpais hace un par de días. Se da la
circunstancia, rara, de que he leído todas las obras recomendadas por él.
Habría preferido que no fuese así, porque un lector ávido siempre agradece una
recomendación fiable para una nueva aventura lectora. Pero la circunstancia me
ha dado ocasión para tratar de extraer un divisor común en las obras citadas y
ponerlo en relación con el oficio de escribir del propio Mendoza.
Una primera
constatación: Mendoza no señala las obras consagradas de sus autores favoritos,
sino de alguna forma los second best. Textos,
por otra parte, de una maestría y una brillantez cegadoras: Vanina Vanini, de Stendhal (y no el Rojo y el negro ni la Cartuja); Iván Ilich, de Tolstói (y no Guerra
y paz o Ana Karenina); Las nieves del
Kilimanjaro, de Hemingway, un relato corto en lugar de alguna de sus
grandes novelas; Gracia, de James
Joyce, saliéndose de lo obvio; La busca, de
Pío Baroja, que es una elección aceptable pero entre otras muchas posibles en
el prolífico escritor vasco; El
intérprete griego, una historieta de Sherlock Holmes muy por debajo del
éxito de sus títulos principales; y finalmente, una historia del Conde Lucanor que se diría incluida en
el paquete como frivolité particular
o como estrambote.
Un repaso temático de
las obras propuestas ofrece algunas pistas más. El deán de Sanctiago acude al gran
maestro don Yllán de Toledo para aprender la nigromancia, y es transportado mágicamente
a diversos ascensos sociales, hasta concluir en Papa de Roma; en cada una de
sus nuevas dignidades rehúye la petición de don Yllán de corresponder como se comprometió a su favor. Al final se ve reducido a su condición inicial y a la negativa del
maestro a iniciarle en los misterios que anhelaba conocer.
En “Gracia” de
Joyce, un borracho rueda por las escaleras de un bar de Dublín y sus amigos
intentan redimirlo llevándolo a unos ejercicios espirituales para hombres de
negocios convocados por un predicador de moda. En la reunión preparada para
convencerlo, se habla con grandilocuencia de la infalibilidad papal y de
la teología no del todo ortodoxa, mientras circula a la ronda hasta fenecer una botella de
buen whisky. Hay (como en el cuento del Conde Lucanor) un doble nivel lleno de ironía en el relato y en sus personajes, que demuestra la
clase de cosas que habría podido escribir Joyce de no haber puesto su talento al servicio del empeño de
transgredir todos los límites impuestos a la prosa literaria por las academias.
Quizás algo parecido a ese doble nivel se encuentra también en la “Busca” de
Baroja, pero tendría que releerla despacio para asegurarlo.
En el “intérprete
griego”, de Conan Doyle, la historia principal transcurre en un trasfondo de
intrigas internacionales en las que dicho intérprete se ve introducido sin
comerlo ni beberlo, por el simple hecho de que su conocimiento del idioma es
esencial para la operación delictiva que se proyecta. Iván Ilich muere, y desde
ese hecho conocido en la primera página del relato de Tolstói, retrocedemos
hacia sus sueños, sus expectativas y sus ambiciones que sabemos que van a
quedar truncadas. Algo parecido ocurre en el “Kilimanjaro” de Hemingway, con continuos
flashback entre la agonía real del cazador con la pierna gangrenada y la memoria
de los acontecimientos cruciales de su vida. Mendoza nos indica en todos estos
casos historias cerradas en sí mismas pero ligadas de alguna forma indirecta a
acontecimientos de una significación superior. Porque las esferas de la
vida están interconectadas, de manera que lo grande influye en lo mínimo, y lo
mínimo emborrona a menudo lo inmenso.
Es el esquema que él
mismo utiliza en El rey recibe, donde
sorprende la insipidez de la pequeña historia del periodista y del rey ful de
un territorio hipotético, en contraste con los grandes acontecimientos
paralelos de la historia de España y del mundo.
En la historia de
la princesa y el carbonario que cuenta “Vanina Vanini” me parece percibir una
de las fuentes de inspiración de El año
del diluvio, la novela second best del
propio Mendoza que tengo por mi particular preferida, por delante incluso del Savolta,
de La ciudad de los prodigios, de Una comedia ligera o de las
divertidísimas aventuras del detective sin nombre que se identifica a sí mismo
como Sugrañes. La madre superiora del “Diluvio”, empeñada en financiar la
construcción de un hospital, se ve asediada sexualmente desde dos flancos, por
el terrateniente ocioso que la engaña y por el guerrillero rebelde que la secuestra
después de adorarla a distancia. Tiene, por lo demás, las características de
empeño, de resistencia y de buen sentido de las protagonistas femeninas de
Mendoza, en oposición a la abulia, el oportunismo y la falta de carácter de los
varones que nos describe.
La lista de títulos
ofrecidos por el novelista me reconcilia en cierto modo con la propuesta de El rey recibe, primer eslabón de una
trilogía que se anuncia bajo el título global de las Tres leyes del movimiento. Algo adivino del método que pretende
utilizar el autor. Aguardo esperanzado la continuación.