viernes, 16 de noviembre de 2018

IDA VITALE, PREMIO CERVANTES


Fue Toto (Gutenberg) Charquero quien primero nos habló de Ida Vitale. Cuando digo que “nos” habló, me refiero al pequeño grupo de editores que trabajábamos en una nueva edición de la Gran Enciclopedia Larousse-Planeta. Franco acababa de morir, y yo de llegar a Planeta con un contrato por obra. Entonces la editorial estaba radicada en un gran garaje reciclado de la calle Fernando Agulló.
El local era tenebroso y, salvo en los despachos de la dirección que tenían ventanas a la calle, la luz eléctrica tenía que estar encendida toda la jornada; pero en el cubículo que ocupaba nuestro equipo editorial, un ventanuco alto que se abría a un patio interior producía a media mañana, por refracción en una ventana alta, el milagro del reflejo de un rayo de sol que se abría paso tímida y oblicuamente hasta reposar en la pared de enfrente. El fenómeno luminoso duraba poco, pero ese poco incluía los minutos contados de la pausa llamada “del bocadillo”, y Toto, que trabajaba en el departamento de correctores, se venía con nosotros para recibir en la cara como un bautismo aquella luz solar, sentado en el suelo contra la pared transfigurada mientras sorbía su mate recién cebado y nos hablaba del Uruguay.
Claro, los allí presentes conocíamos a Juan Carlos Onetti y a Mario Benedetti, los portaestandartes de la Generación del 45, pero había muchos más; y señaladamente dos mujeres poetas a las que Toto tenía en gran aprecio y afecto, y que se llamaban casi igual: Idea Vilariño e Ida Vitale.
Toto Charquero, periodista destacado en Montevideo, había llegado a Barcelona huyendo de la Junta Militar instalada en su país con el golpe del año 73, que acabó con el movimiento de los tupamaros y, utilizando la misma excusa, con una cultura sólidamente enraizada en el próspero país conocido entonces como “la Suiza de América”, y con sus principales representantes. Ida Vitale estaba exiliada en México; Daniel Viglietti en Argentina, después de haber pasado por la cárcel; Idea Vilariño había perdido su puesto como profesora de literatura. En Montevideo todos los intelectuales se habían convertido en sospechosos de hostilidad al régimen (la “patota criminal”) de los milicos. Los Olimareños, junto a Viglietti representantes punteros de la canción patria, y para los que Vilariño había escrito la letra de la composición “Los Orientales”, estaban en paradero desconocido. Aníbal Troilo “Pichuco”, bandeonista, compositor y director de orquesta, de quien Toto nos decía que había que escuchar sus discos de rodillas, recién había muerto el mismo año 75, con su cuerpo agotado, macerado en alcohol y otras sustancias. El “paisito” se había ido al carajo.
Toto y Serena, su mujer, viajaron al año siguiente de Barcelona a Estocolmo, para reunirse con sus dos hijas. La pequeña se había refugiado en el Chile de Allende cuando el golpe uruguayo, y hubo de re-refugiarse en la Embajada sueca en Santiago cuando Pinochet completó de forma fulminante la desestabilización del Cono Sur. La hija mayor pasó una temporada de cárcel, corta porque la condena fuerte recayó en su marido, y eligió Suecia para un exilio difícil. Con la presencia de los padres se recompuso allí arriba alguna forma de vida familiar, a la espera del cumplimiento de la condena de los dos maridos de las chicas, y del obligado rescate dinerario consiguiente (los milicos exigían a los presos políticos el pago de su manutención en prisión por cuenta del Estado, como condición para liberarlos).
Carmen y yo pasamos el mes de agosto de 1977 en Estocolmo, en casa de los Charquero, un apartamento para refugiados en un bloque de viviendas de Vällingby. Toto y Serena nos cedieron su cama, a pesar de nuestras protestas, y se acomodaron en el cuarto de estar, en unos plegatines de quita y pon. Fueron unos días soleados y felices, cuajados de excursiones y de charlas. Serena horneaba pan en el horno comunitario, y nos preparaba grandes bandejas de arroz blanco con huevo duro, remolacha y maíz, y cuencos de ensalada. De proteínas íbamos escasos, porque ninguno teníamos mucho dinero, y la vida era cara.
Después de aquel verano, señalado en las efemérides mundiales por la muerte de Elvis Presley, perdimos contacto con los Charquero, en la vorágine de la transición española y sus imprescindibles militancias. Serena aún vive. Toto murió, hace pocos años. Se habría alegrado un montón de saber que Ida Vitale, la última superviviente de una generación luminosa, iba recibiendo uno a uno los premios merecidos por su poesía esencial más que “esencialista”, culminando este año, ahora mismo, con el premio Cervantes.