Fue Toto
(Gutenberg) Charquero quien primero nos habló de Ida Vitale. Cuando digo que “nos”
habló, me refiero al pequeño grupo de editores que trabajábamos en una nueva
edición de la Gran Enciclopedia Larousse-Planeta. Franco acababa de morir, y yo
de llegar a Planeta con un contrato por obra. Entonces la editorial estaba
radicada en un gran garaje reciclado de la calle Fernando Agulló.
El local era
tenebroso y, salvo en los despachos de la dirección que tenían ventanas a la
calle, la luz eléctrica tenía que estar encendida toda la jornada; pero en el
cubículo que ocupaba nuestro equipo editorial, un ventanuco alto que se abría a
un patio interior producía a media mañana, por refracción en una ventana alta, el
milagro del reflejo de un rayo de sol que se abría paso tímida y oblicuamente
hasta reposar en la pared de enfrente. El fenómeno luminoso duraba poco, pero
ese poco incluía los minutos contados de la pausa llamada “del bocadillo”, y
Toto, que trabajaba en el departamento de correctores, se venía con nosotros
para recibir en la cara como un bautismo aquella luz solar, sentado en el suelo
contra la pared transfigurada mientras sorbía su mate recién cebado y nos
hablaba del Uruguay.
Claro, los allí
presentes conocíamos a Juan Carlos Onetti y a Mario Benedetti, los
portaestandartes de la Generación del 45, pero había muchos más; y
señaladamente dos mujeres poetas a las que Toto tenía en
gran aprecio y afecto, y que se llamaban casi igual: Idea Vilariño e Ida
Vitale.
Toto Charquero,
periodista destacado en Montevideo, había llegado a Barcelona huyendo de la Junta
Militar instalada en su país con el golpe del año 73, que acabó con el
movimiento de los tupamaros y, utilizando la misma excusa, con una cultura sólidamente
enraizada en el próspero país conocido entonces como “la Suiza de América”, y con sus
principales representantes. Ida Vitale estaba exiliada en México; Daniel
Viglietti en Argentina, después de haber pasado por la cárcel; Idea Vilariño
había perdido su puesto como profesora de literatura. En Montevideo todos los
intelectuales se habían convertido en sospechosos de hostilidad al régimen (la
“patota criminal”) de los milicos. Los Olimareños, junto a Viglietti representantes
punteros de la canción patria, y para los que Vilariño había escrito la letra
de la composición “Los Orientales”, estaban en paradero desconocido. Aníbal
Troilo “Pichuco”, bandeonista, compositor y director de orquesta, de quien Toto
nos decía que había que escuchar sus discos de rodillas, recién había muerto el
mismo año 75, con su cuerpo agotado, macerado en alcohol y otras sustancias. El “paisito” se
había ido al carajo.
Toto y Serena, su
mujer, viajaron al año siguiente de Barcelona a Estocolmo, para reunirse con
sus dos hijas. La pequeña se había refugiado en el Chile de Allende cuando el
golpe uruguayo, y hubo de re-refugiarse en la Embajada sueca en Santiago cuando
Pinochet completó de forma fulminante la desestabilización del Cono Sur. La hija
mayor pasó una temporada de cárcel, corta porque la condena fuerte recayó en su
marido, y eligió Suecia para un exilio difícil. Con la presencia de los padres
se recompuso allí arriba alguna forma de vida familiar, a la espera del
cumplimiento de la condena de los dos maridos de las chicas, y del obligado
rescate dinerario consiguiente (los milicos exigían a los presos políticos el
pago de su manutención en prisión por cuenta del Estado, como condición para
liberarlos).
Carmen y yo pasamos
el mes de agosto de 1977 en Estocolmo, en casa de los Charquero, un apartamento
para refugiados en un bloque de viviendas de Vällingby. Toto y Serena nos
cedieron su cama, a pesar de nuestras protestas, y se acomodaron en el cuarto
de estar, en unos plegatines de quita y pon. Fueron unos días soleados y felices,
cuajados de excursiones y de charlas. Serena horneaba pan en el horno
comunitario, y nos preparaba grandes bandejas de arroz blanco con huevo duro, remolacha
y maíz, y cuencos de ensalada. De proteínas íbamos escasos, porque ninguno
teníamos mucho dinero, y la vida era cara.
Después de aquel
verano, señalado en las efemérides mundiales por la muerte de Elvis Presley,
perdimos contacto con los Charquero, en la vorágine de la transición española y
sus imprescindibles militancias. Serena aún vive. Toto murió, hace pocos años.
Se habría alegrado un montón de saber que Ida Vitale, la última superviviente
de una generación luminosa, iba recibiendo uno a uno los premios merecidos por
su poesía esencial más que “esencialista”, culminando este año, ahora mismo, con
el premio Cervantes.