Brideshead: la mansión, y los
protagonistas de la serie televisada.
Carles Geli, en un
artículo cultural de elpais, se deja llevar por la nostalgia al recordar una de
las series televisivas “de su vida”: Retorno
a Brideshead, según la novela de Evelyn Waugh.
También yo fui un
fan de esa serie: pasó tres o cuatro veces por pantalla, a lo largo de los primeros
años ochenta, y procuré ver cualquiera de sus capítulos cuando podía, cosa nada
fácil con los horarios de trabajo que tenía yo entonces en el sindicato.
A diferencia de
Geli, yo sí había leído antes la novela. Me la prestó un hombre que no prestaba
nunca sus libros: aquella fue una muestra de confianza insólita, que yo aprecié
mucho. En cuanto a la obra en sí, mi entusiasmo inicial no fue tan grande. No
me costó percibir la clave sobre la que está construida la obra: el narrador
ejerce de cronista intruso, aunque bien acogido, en un universo que no es el
suyo. Un universo apabullante en un sentido (alta cultura, música refinada,
obras de arte únicas ubicadas en espacios privados y oscurecidas por la pátina
de la costumbre, toda una biblioteca clásica a disposición) y, en otro sentido,
amenazado de forma directa por el peligro de extinción, que acabará por dejar
tan solo la memoria incierta de lo que se fue para siempre.
Yo había leído ya eso
mismo en Proust, mucho más por extenso (el hombre que me prestó Brideshead tenía sobre la Recherche la misma opinión de Anatole
France: “la vida es demasiado corta, y
Proust demasiado largo”), y en El jardín
de los Finzi-Contini, crónica del mundo exquisito y recóndito de las
familias judías de Ferrara, que como explica Bassani en el prólogo, están ya
tan lejos de nosotros, y sus claves vitales nos resultan tan extrañas, como las
de los antiguos etruscos.
Hay un triple hilo común a
las tres obras literarias: en primer lugar, ya citado, el punto de
vista del intruso, que no comparte, e incluso encuentra ridículas, las formas
ceremoniosas de relación propias de un mundo pequeño y claustrofóbico que intenta preservarse
de las acometidas del otro mundo “grande y terrible”, como lo definía Gramsci.
En segundo lugar,
la ambigüedad moral, que en los tres casos toma además, pero no únicamente, la
forma de la ambigüedad sexual. Charles Ryder recala finalmente en el amor de
Julia, pero no ha sido inmune al encanto decadente de su hermano Sebastian, a
quien llama el “precursor”. Micòl es el gran amor de Giorgio, pero parte del
prestigio de Micòl reside en ser la hermana de Alberto, el muchacho al que
Giorgio admira decididamente. En el caso de Marcel, y de forma aún más
significada porque aquí todo está concebido a una escala mayor, el tránsito desde
los juegos infantiles con Gilberte en los Campos Elíseos al amor fugitivo de
Albertine, no es concebible sin el intermedio de Saint-Loup, muy en particular
de un Saint-Loup vestido con uniforme de oficial en el curso de su servicio
militar.
En tercer lugar, la
guerra aparece como el crisol en el que arde hasta desaparecer una aristocracia
resignada de antemano a su suerte, que es la de constituir únicamente una
especie de superestructura efímera, casi una excusa inverosímil, para un mundo burgués
adocenado y sumiso a las leyes de la economía política.
Todos esos temas
están también contenidos en un cuarto libro imprescindible: El gatopardo, de Tomasi di Lampedusa. El
panorama descrito es el mismo, pero ninguno de los tres hilos conductores
citados ejerce aquí el mismo papel. El punto de vista no es el del intruso,
sino el del implicado: el príncipe Fabrizio de Salina, heredero de una larga
estirpe aristocrática siciliana. No hay ambigüedad moral ni sexual perceptible;
en todo caso, la mésalliance concertada
de Tancredi con la bella y rica pero tonta hija de don Calogero. Y finalmente
la guerra aparece también, pero no es el factor que rubrica la extinción de una
civilización condenada, sino el Ave Fénix de cuyas cenizas resurgirá una
concepción del mundo más amplia y mucho menos exigente en los aspectos formales:
todo habrá de cambiar para que nada cambie.