lunes, 12 de agosto de 2019

MUNDOS EXTINGUIDOS



Brideshead: la mansión, y los protagonistas de la serie televisada.

Carles Geli, en un artículo cultural de elpais, se deja llevar por la nostalgia al recordar una de las series televisivas “de su vida”: Retorno a Brideshead, según la novela de Evelyn Waugh.

También yo fui un fan de esa serie: pasó tres o cuatro veces por pantalla, a lo largo de los primeros años ochenta, y procuré ver cualquiera de sus capítulos cuando podía, cosa nada fácil con los horarios de trabajo que tenía yo entonces en el sindicato.

A diferencia de Geli, yo sí había leído antes la novela. Me la prestó un hombre que no prestaba nunca sus libros: aquella fue una muestra de confianza insólita, que yo aprecié mucho. En cuanto a la obra en sí, mi entusiasmo inicial no fue tan grande. No me costó percibir la clave sobre la que está construida la obra: el narrador ejerce de cronista intruso, aunque bien acogido, en un universo que no es el suyo. Un universo apabullante en un sentido (alta cultura, música refinada, obras de arte únicas ubicadas en espacios privados y oscurecidas por la pátina de la costumbre, toda una biblioteca clásica a disposición) y, en otro sentido, amenazado de forma directa por el peligro de extinción, que acabará por dejar tan solo la memoria incierta de lo que se fue para siempre.

Yo había leído ya eso mismo en Proust, mucho más por extenso (el hombre que me prestó Brideshead tenía sobre la Recherche la misma opinión de Anatole France: “la vida es demasiado  corta, y Proust demasiado largo”), y en El jardín de los Finzi-Contini, crónica del mundo exquisito y recóndito de las familias judías de Ferrara, que como explica Bassani en el prólogo, están ya tan lejos de nosotros, y sus claves vitales nos resultan tan extrañas, como las de los antiguos etruscos.

Hay un triple hilo común a las tres obras literarias: en primer lugar, ya citado, el punto de vista del intruso, que no comparte, e incluso encuentra ridículas, las formas ceremoniosas de relación propias de un mundo pequeño y claustrofóbico que intenta preservarse de las acometidas del otro mundo “grande y terrible”, como lo definía Gramsci.

En segundo lugar, la ambigüedad moral, que en los tres casos toma además, pero no únicamente, la forma de la ambigüedad sexual. Charles Ryder recala finalmente en el amor de Julia, pero no ha sido inmune al encanto decadente de su hermano Sebastian, a quien llama el “precursor”. Micòl es el gran amor de Giorgio, pero parte del prestigio de Micòl reside en ser la hermana de Alberto, el muchacho al que Giorgio admira decididamente. En el caso de Marcel, y de forma aún más significada porque aquí todo está concebido a una escala mayor, el tránsito desde los juegos infantiles con Gilberte en los Campos Elíseos al amor fugitivo de Albertine, no es concebible sin el intermedio de Saint-Loup, muy en particular de un Saint-Loup vestido con uniforme de oficial en el curso de su servicio militar.

En tercer lugar, la guerra aparece como el crisol en el que arde hasta desaparecer una aristocracia resignada de antemano a su suerte, que es la de constituir únicamente una especie de superestructura efímera, casi una excusa inverosímil, para un mundo burgués adocenado y sumiso a las leyes de la economía política.

Todos esos temas están también contenidos en un cuarto libro imprescindible: El gatopardo, de Tomasi di Lampedusa. El panorama descrito es el mismo, pero ninguno de los tres hilos conductores citados ejerce aquí el mismo papel. El punto de vista no es el del intruso, sino el del implicado: el príncipe Fabrizio de Salina, heredero de una larga estirpe aristocrática siciliana. No hay ambigüedad moral ni sexual perceptible; en todo caso, la mésalliance concertada de Tancredi con la bella y rica pero tonta hija de don Calogero. Y finalmente la guerra aparece también, pero no es el factor que rubrica la extinción de una civilización condenada, sino el Ave Fénix de cuyas cenizas resurgirá una concepción del mundo más amplia y mucho menos exigente en los aspectos formales: todo habrá de cambiar para que nada cambie.