viernes, 2 de agosto de 2019

LA CAUTELA DE PENÉLOPE Y EL TIEMPO EN LA ODISEA





Matanza de los pretendientes. Decoración de una crátera procedente de Capua, siglo IV a.C. Museo del Louvre, París.


A mi abuelo don Ignacio de Lecea no le gustaban los flashbacks. Cuando se sentaba en la butaca de un cine, quería presenciar una historia inteligible que empezara por el principio y acabara por el final. Recuerdo su indignación con Alfred Hitchcock después de ver a Gregory Peck e Ingrid Bergman en Recuerda (Spellbound). Le pareció una mamarrachada sin pies ni cabeza y tronó contra la manía moderna de contar las historias al revés.

Mi padre argumentó, con razón, que la Odisea está contada de la misma manera, y no es precisamente el paradigma de la modernidad. Mi abuelo respondió con dignidad que hay que ser Homero para poder hacer eso, pero esa actitud condescendiente nos pareció a todos un recurso retórico de pocos quilates.

Lo cierto es que en la Odisea el tiempo está tratado de forma muy elástica. El poema empieza en un punto cualquiera: Telémaco emprende un viaje a Pilos y Esparta para tener noticias de su padre, que sigue desaparecido diez años después, cuando todos los guerreros que fueron a Troya han vuelto ya o han tenido sus honras funerarias.

A partir de ahí, el tiempo de la historia va y viene con una gran fluidez. Los distintos personajes se adelantan a contar su parte. Esas partes se sobreponen unas a otras como las ventanas que se abren en el ordenador para aclarar aspectos accesorios al documento principal. El comienzo de la historia de Ulises que es objeto central del poema lo cuenta Helena en el canto IV (la caída de Troya mediante el recurso del caballo de madera); el final lo adelanta la sombra del adivino Tiresias cuando Ulises visita a los muertos en el canto XI. En el canto XXIII Ulises mismo repite el vaticinio de Tiresias y sus instrucciones detalladas, casi palabra por palabra, a su esposa Penélope, después de haber dado muerte a los pretendientes y a las doce siervas desleales.

Luego, desde el punto de vista técnico, la composición finaliza con las paces, forzadas desde el Olimpo por Zeus, entre los familiares y deudos de los pretendientes muertos por un lado, y el grupito (Ulises, Laertes y Telémaco, el porquerizo Eumeo y demás) atrincherado en la casa de Laertes.

Me detengo un instante en el asunto de Penélope. Ha pasado veinte años guardando la ausencia de Ulises, tejiendo y destejiendo un bordado durante tres años y pico para engañar a la manada de pretendientes que le exigen la elección rápida de uno de ellos como nuevo marido, y mientras tanto banquetean todos los días en el palacio. Suspira por la vuelta de su hombre. Y cuando su hombre se presenta ante ella y le dice “soy yo”, no se precipita en sus brazos; mantiene una compostura perfecta, a pesar de los reproches del joven Telémaco, experto en el oficio de apostrofar a su madre y tratar de avergonzarla.

Cuenta el narrador que Penélope “ve y no ve” a su marido en la imagen del hombre vestido con harapos de mendigo sucios de sangre y polvo después de haber matado a varias docenas de guerreros y criados, que se yergue “como un león” con las fauces retintas en sangre después de despedazar a sus víctimas.

Ulises no ha colaborado para ser adecuadamente reconocido. Vía Telémaco, hizo retirarse a su esposa a sus aposentos antes de que se celebrara la prueba del arco, que fue ideada como última argucia precisamente por Penélope, falta ya de excusas para no entregarse a alguno de los pretendientes. Allá arriba, en el gineceo del palacio, Atenea ha enviado a la esposa un “sueño dulcísimo” para que no oyese el estruendo de las armas y los gritos de los pretendientes, sin escapatoria al haberse cerrado herméticamente las grandes puertas de bronce. Después de consumada la hazaña, Ulises ha hecho limpiar todo el escenario de la matanza y purificar la atmósfera con azufre. Solo entonces llama a su esposa y así plantado, sin lavarse ni cambiarse de ropa, le dice “soy yo, soy tu marido que he vuelto”.

A Telémaco le indigna la compostura de su madre. ¿Por qué no corre a abrazar al esposo tanto tiempo esperado? Y ella responde plácida que sí, Ulises de retorno debe tomar posesión de su tálamo, y ordena a su anciana gobernanta que haga trasladar al momento el lecho del héroe, el que él mismo hizo con sus manos, al dormitorio real.

Es la última astucia de Penélope. Ulises estalla. ¿Cómo ha podido moverse de su lugar el lecho que él construyó como centro mismo, inamovible, de su palacio? En un patio interior había un olivo añoso, y él hizo construir paredes alrededor y un techo encima, y cortó el olivo de manera que el tocón resultante sirvió de base al lecho, al que luego fue añadiendo traviesas metálicas y adornos de oro, de bronce y de marfil.

En ese momento Penélope sabe de cierto que tiene delante a su marido, porque ninguna sierva salvo su gobernanta de confianza, y menos aún ningún hombre, ha entrado jamás en aquel recinto íntimo y ha podido contar cómo estaba hecho. Y se arroja a los brazos de Ulises, y lo agasaja, lo baña, lo unge y entra con él en el lecho.

Para dar mayor espacio al reencuentro de los esposos, Atenea detiene la marcha del carro solar en el que la Aurora de dedos rosados se disponía ya a empezar su carrera diurna. Y es en ese momento íntimo, justo antes de la primera luz del nuevo día, cuando Ulises cuenta a su mujer el final de la historia, tal y como se lo transmitió a él el adivino Tiresias.

Habrá de tomar un remo de su nave, cargarlo al hombro y emprender un viaje hacia el interior, pasando por muchísimas ciudades, hasta llegar a las tierras donde las gentes no conocen el mar ni usan sal para aderezar sus alimentos. Allí recibirá una señal inequívoca. Se cruzará con un hombre que, señalando el remo, le preguntará por qué lleva un aventador al hombro. En ese lugar debe clavar el remo en tierra y ofrecer a Poseidón el sacrificio de un toro, un carnero y un verraco que cubra a las cerdas. Después, de vuelta en su casa, ofrecerá a todos los dioses, “por su orden”, hecatombes perfectas. Si así lo hace tendrá una vejez placentera y una muerte dulce, lejos del mar, y su pueblo será muy feliz en torno suyo.

Fin.

Nota Bene.- Un saludo efusivo desde este rincón a José Luis López Bulla, que ha retornado a sus tareas blogueras después de una semanita provechosamente pasada en el Hospital de Mataró. Tus seguidores y tus amigos te echábamos de menos, maestro.