Matanza de los pretendientes.
Decoración de una crátera procedente de Capua, siglo IV a.C. Museo del Louvre,
París.
A mi abuelo don
Ignacio de Lecea no le gustaban los flashbacks.
Cuando se sentaba en la butaca de un cine, quería presenciar una historia inteligible
que empezara por el principio y acabara por el final. Recuerdo su indignación
con Alfred Hitchcock después de ver a Gregory Peck e Ingrid Bergman en Recuerda (Spellbound). Le pareció una
mamarrachada sin pies ni cabeza y tronó contra la manía moderna de contar las
historias al revés.
Mi padre argumentó,
con razón, que la Odisea está contada
de la misma manera, y no es precisamente el paradigma de la modernidad. Mi
abuelo respondió con dignidad que hay que ser Homero para poder hacer eso, pero
esa actitud condescendiente nos pareció a todos un recurso retórico de pocos
quilates.
Lo cierto es que en
la Odisea el tiempo está tratado de
forma muy elástica. El poema empieza en un punto cualquiera: Telémaco emprende
un viaje a Pilos y Esparta para tener noticias de su padre, que sigue
desaparecido diez años después, cuando todos los guerreros que fueron a Troya
han vuelto ya o han tenido sus honras funerarias.
A partir de ahí, el
tiempo de la historia va y viene con una gran fluidez. Los distintos personajes
se adelantan a contar su parte. Esas partes se sobreponen unas a otras como las
ventanas que se abren en el ordenador para aclarar aspectos accesorios al
documento principal. El comienzo de la historia de Ulises que es objeto central
del poema lo cuenta Helena en el canto IV (la caída de Troya mediante el recurso
del caballo de madera); el final lo adelanta la sombra del adivino Tiresias
cuando Ulises visita a los muertos en el canto XI. En el canto XXIII Ulises
mismo repite el vaticinio de Tiresias y sus instrucciones detalladas, casi
palabra por palabra, a su esposa Penélope, después de haber dado muerte a los
pretendientes y a las doce siervas desleales.
Luego, desde el
punto de vista técnico, la composición finaliza con las paces, forzadas desde
el Olimpo por Zeus, entre los familiares y deudos de los pretendientes muertos
por un lado, y el grupito (Ulises, Laertes y Telémaco, el porquerizo Eumeo y demás)
atrincherado en la casa de Laertes.
Me detengo un
instante en el asunto de Penélope. Ha pasado veinte años guardando la ausencia
de Ulises, tejiendo y destejiendo un bordado durante tres años y pico para
engañar a la manada de pretendientes que le exigen la elección rápida de uno de
ellos como nuevo marido, y mientras tanto banquetean todos los días en el
palacio. Suspira por la vuelta de su hombre. Y cuando su hombre se presenta
ante ella y le dice “soy yo”, no se precipita en sus brazos; mantiene una
compostura perfecta, a pesar de los reproches del joven Telémaco, experto en el
oficio de apostrofar a su madre y tratar de avergonzarla.
Cuenta el narrador
que Penélope “ve y no ve” a su marido en la imagen del hombre vestido con
harapos de mendigo sucios de sangre y polvo después de haber matado a varias
docenas de guerreros y criados, que se yergue “como un león” con las fauces
retintas en sangre después de despedazar a sus víctimas.
Ulises no ha colaborado
para ser adecuadamente reconocido. Vía Telémaco, hizo retirarse a su esposa a
sus aposentos antes de que se celebrara la prueba del arco, que fue ideada como
última argucia precisamente por Penélope, falta ya de excusas para no entregarse a
alguno de los pretendientes. Allá arriba, en el gineceo del palacio, Atenea ha
enviado a la esposa un “sueño dulcísimo” para que no oyese el estruendo de las armas
y los gritos de los pretendientes, sin escapatoria al haberse cerrado herméticamente
las grandes puertas de bronce. Después de consumada la hazaña, Ulises ha hecho
limpiar todo el escenario de la matanza y purificar la atmósfera con azufre.
Solo entonces llama a su esposa y así plantado, sin lavarse ni cambiarse de
ropa, le dice “soy yo, soy tu marido que he vuelto”.
A Telémaco le
indigna la compostura de su madre. ¿Por qué no corre a abrazar al esposo tanto
tiempo esperado? Y ella responde plácida que sí, Ulises de retorno debe tomar
posesión de su tálamo, y ordena a su anciana gobernanta que haga trasladar al
momento el lecho del héroe, el que él mismo hizo con sus manos, al dormitorio
real.
Es la última
astucia de Penélope. Ulises estalla. ¿Cómo ha podido moverse de su lugar el
lecho que él construyó como centro mismo, inamovible, de su palacio? En un
patio interior había un olivo añoso, y él hizo construir paredes alrededor y un
techo encima, y cortó el olivo de manera que el tocón resultante sirvió de base
al lecho, al que luego fue añadiendo traviesas metálicas y adornos de oro, de
bronce y de marfil.
En ese momento Penélope
sabe de cierto que tiene delante a su marido, porque ninguna sierva salvo su
gobernanta de confianza, y menos aún ningún hombre, ha entrado jamás en aquel
recinto íntimo y ha podido contar cómo estaba hecho. Y se arroja a los brazos
de Ulises, y lo agasaja, lo baña, lo unge y entra con él en el lecho.
Para dar mayor
espacio al reencuentro de los esposos, Atenea detiene la marcha del carro solar
en el que la Aurora de dedos rosados se disponía ya a empezar su carrera
diurna. Y es en ese momento íntimo, justo antes de la primera luz del nuevo
día, cuando Ulises cuenta a su mujer el final de la historia, tal y como se lo transmitió
a él el adivino Tiresias.
Habrá de tomar un
remo de su nave, cargarlo al hombro y emprender un viaje hacia el interior,
pasando por muchísimas ciudades, hasta llegar a las tierras donde las gentes no
conocen el mar ni usan sal para aderezar sus alimentos. Allí recibirá una señal
inequívoca. Se cruzará con un hombre que, señalando el remo, le preguntará por
qué lleva un aventador al hombro. En ese lugar debe clavar el remo en tierra y
ofrecer a Poseidón el sacrificio de un toro, un carnero y un verraco que cubra
a las cerdas. Después, de vuelta en su casa, ofrecerá a todos los dioses, “por
su orden”, hecatombes perfectas. Si así lo hace tendrá una vejez placentera y
una muerte dulce, lejos del mar, y su pueblo será muy feliz en torno suyo.
Fin.
Nota Bene.- Un saludo
efusivo desde este rincón a José Luis López Bulla, que ha retornado a sus
tareas blogueras después de una semanita provechosamente pasada en el Hospital
de Mataró. Tus seguidores y tus amigos te echábamos de menos, maestro.