Pedro Sánchez retiró
a Nadia Calviño de la competición por la dirección del Fondo Monetario Internacional.
Lo hizo a última hora, después de varios días en los que la prensa iba insinuando
en todos los tonos que las posibilidades de nuestra ministra de Economía en
funciones eran reales, y que su currículo para el cargo era más que brillante
en comparación con la mediocridad de otros aspirantes.
Luego, de pronto,
el gobierno la apartó de la votación decisiva con el argumento de que deseaba
“favorecer el consenso”. No era una mentira, pero sí una mentirijilla. Era
cierto que había una disputa cerrada para el cargo, pero entre los aspirantes situados
en la pomada no estaba Calviño. Sí estaba, en cambio, Kristalina Georgieva, una
economista búlgara de la que no conocíamos su currículo, y ni tan siquiera su
nombre. Los medios barren para adentro.
Retirar a Calviño con
una excusa más o menos airosa resultaba, así pues, preferible a la revelación
pública de la falta de apoyos internacionales a la candidata española.
Aunque no “muy”
preferible. La propuesta sobre la que se habían dibujado unas expectativas tan
promisorias ha quedado, de todos modos, desairada.
Y, sobre todo, ¿qué
se nos había perdido a los españoles en el FMI? ¿Qué beneficios no
estrictamente honoríficos íbamos a sacar de esa nominación? Tuvimos en su
momento a Rodrigo Rato en el puesto. ¿Cuál ha sido el balance de su gestión a
efectos de peso de nuestra nación en el concierto de las potencias ─no hablo ya
de provecho particular, en inversiones por ejemplo, o en puestos de trabajo─?
No es la primera
vez que Sánchez da palos de ciego que acaban por tener resultados perjudiciales
para él. En la elección para la Comisión Europea se anunció que íbamos a por
tres puestos, que definirían la nueva posición de privilegio de la España
socialista en la reconstrucción progresista de la Unión. Al final solo salió
Borrell, el peor de los tres candidatos posibles.
Después, el fracaso
resonante de la negociación para la investidura no solo ha debilitado el
prestigio del gobierno, sino el de toda la izquierda plural, que se ha dejado muchas
plumas en el trance. Ahora mismo es la derecha tríplice la que clama por unas
nuevas elecciones, y ya piensa en recuperar por medio de una santa alianza el disputado
voto de un electorado en shock.
Las cosas tienen un
cariz cada vez más preocupante para el favorito de abril, el hombre que iba a
traer el cambio, la estabilidad, el progreso y la firmeza para gobernarlo, todo
junto y sumado.
Quizás lo que
ocurre es que Sánchez está queriendo contentar a todos al mismo tiempo, y eso no
es posible. Como en el dicho popular sobre la mentira, es posible contentar a
todos una vez o contentar a unos todo el tiempo, pero no contentar a todos todo
el tiempo. Es necesario elegir para quién se gobierna, y contra quién. Se trata
de una elección muy exigente y de muy largo alcance, porque necesita fuerzas sociales
concretas y poderosas que la respalden. El asunto no puede quedar en la
indefinición ni en la alternancia: de lunes a miércoles para un lado, de jueves
a sábado para el contrario.
Un problema
parecido al de Sánchez viene a planteárseles de forma típica a tantos otros Peter
Pan de la política que bajo ningún concepto se animan a crecer, porque crecer les
significa asumir responsabilidades y ellos prefieren con mucho la
irresponsabilidad interminable de disfrutar de aventuras siempre renovadas en
su isla privada de Nunca Jamás.
Sería deseable una mayor
madurez de actitud y de carácter en nuestros altos dirigentes. Les damos a
cambio nuestro voto, que no es poco. No parece exagerado, entonces, exigirles
un poquito de por favor.