Pont des Trous, en Tournai, Bélgica,
sobre el río Escalda. (Foto: Google Maps).
Tender puentes
siempre ha sido un trabajo delicado. En los primeros siglos del cristianismo, los creyentes rigoristas
se oponían de forma terminante a la construcción de puentes ya que, si el Todopoderoso hubiera
querido que existieran, los habría hecho Él mismo; y construirlos significaba
nada menos que enmendar la plana al Hacedor.
Los puentes se
hicieron, de todos modos. Significaban comunicación, progreso, relación. Son
uno de los símbolos positivos más emocionantes de la humanidad. Representan un
esfuerzo colectivo importante, la superación de una barrera ancestral, la
apertura a un horizonte nuevo.
Su construcción
generó leyendas, en las que solía andar mezclado el diablo. En la geografía
medieval tanto española como de otros países cristianos, ha habido muchos Puentes
del Diablo. Subsisten algunos de ellos. Por lo general el Maligno suscribía un
pacto con los vecinos por el que recibía una prenda humana (el alma de una mujer, de un niño, de un arquitecto) a cambio del “permiso” para que el puente no se hundiera catastróficamente
a poco de concluido. El puente que salva la formidable grieta del Tajo en el
centro de Ronda tiene también su leyenda: es tradición que el hombre que lo
ideó, Martín de Aldehuela, murió al despeñarse cuando vigilaba el final de las
obras, justo el día antes de la inauguración. Puro fake. Está documentado que Aldehuela murió en la cama, muchos años
después.
Destruir puentes
es, por la misma razón cívica y sentimental antes mencionada, una operación
especialmente dolorosa. Una película narró la construcción y la destrucción
sucesivas de un puente sobre el río Kwai, que causó de forma simultánea la muerte
del coronel británico que dirigió las obras para mantener alta la moral de los
prisioneros de guerra. Destruir puentes enemigos es un objetivo bélico típico,
tan importante como construir cabezas de puente propias. Los puentes no dejan a
nadie indiferente.
Leo en lavanguardia
que ha empezado a ser derribado uno de los puentes más antiguos de Europa, del
siglo XIII, sobre el río Escalda, en la ciudad de Tournai. Ese puente ha ejercido durante ocho siglos, además de su papel natural, el de puerta fortificada de la
ciudad. A despecho de su condición de patrimonio municipal preciado y de landmark simbólico del territorio
urbano, se había convertido en un estorbo al bloquear el paso de embarcaciones
grandes, en particular de cruceros turísticos.
Será “reformado”,
dicen en el Ayuntamiento. No hay reforma posible para una joya arquitectónica
del siglo XIII. Puede hacerse un remiendo, o un pastiche, o construirse un
puente distinto (levadizo, colgante, de Calatrava, qué sé yo) en el mismo
lugar; pero nunca será el mismo.