Venus y Adonis, óleo del
Veronés, Museo del Prado.
─ Adonis, pots
ajudar-me un moment? ─ oigo decir a una bella vecina de toalla extendida en la playa de la
Riera de Poldemarx. Y corrijo de inmediato mi audición defectuosa: ha dicho
Antoni, no Adonis.
Una cosa lleva a la
otra. Primero mi mente distraída me lleva a la composición Venus y
Adonis, de Paolo Caliari il Veronese. Yo siento una preferencia absoluta por
las mujeres desnudas pintadas por Veronés, muy por delante de las de Botticelli,
para referirme a un extremo de la línea, y de las de Rubens, en el otro lado.
Aunque gustarme, me gustan todas, por todas siento (aún) la carne trémula.
Pero prefiero, en
general y atendidas toda clase de excepciones, los formatos amplios, las líneas
curvas, el despliegue ordenado de los miembros suavemente redondeados “como un ejército desplegando sus banderas para la batalla”, para citar las
palabras, oficialmente inspiradas por Dios, del Cantar de los Cantares.
Todo ello desde la
posición, casta solo en apariencia, del observador playero.
Salto desde la
primera a otra asociación de ideas distinta, un verso de Antonio Machado que el
poeta prefirió no atribuir a su propia pluma, y que colocó bajo la
responsabilidad del aristón poético o máquina de rimar.
Es este: «Dicen que un hombre no es hombre / hasta que
no oye su nombre / de labios de una mujer. / Puede ser.»
Y puede ser que no,
claro está. La dialéctica de los sexos suele ser contemplada desde una doble polarización:
hay de un lado una idea de predestinación (“estaba escrito que habíamos de encontrarnos
y amarnos, desde la eternidad”), y de otra, mucho más concreta, la de posesión (“eres
mía y yo soy tuyo”).
El versillo del
aristón se inclina peligrosamente de este último costado. Sería impresentable desde el punto de vista de la corrección política escribirlo en el sentido contrario (“dicen que una mujer no es mujer hasta que
no oye su nombre de labios de un varón”), y en cualquier caso el abanico de
opciones es más amplio, tanto para ellos como para ellas.
Sin duda es reductor
considerar la sexualidad como la cuestión decisiva en la definición de la
personalidad. Pero sí es un ingrediente importante en la constelación que compone cada persona humana. La dialéctica de los sexos está
anclada en dos realidades distintas y hasta cierto punto contrapuestas: el
instinto y la libertad. Ninguno/na seguimos en todo y ante todo a nuestro
instinto; ninguno/na nos sentimos tampoco libres de ataduras para hacer
cualquier cosa en el terreno sexual.
Los momentos de
acuerdo íntimo y de expresión natural de nuestro instinto y nuestra libertad
son quizá breves, pero mágicos. Observen ustedes el cuadro del Veronés, con
Venus amparando en su regazo a Adonis dormido, bendecidos los dos por un
amorcillo que juguetea con el perro de caza, satisfecho de sí mismo.
A eso me refiero.