domingo, 18 de agosto de 2019

QUIÉN TEME A VIRGINIA WOOLF



No me refiero a la obra teatral de Edward Albee, sino a Manuel Vicent, que dedica a «Virginia Woolf, en Londres», su página semanal en los domingos de elpais. Lo hace con una irreverencia muy recomendable, aunque con un punto de “imperiofobia” para expresar el concepto con la etiqueta acuñada por doña Elvira Roca Barea, que únicamente está interesada por la fobia mundial al imperio español. Pero otras fobias haberlas haylas, y en nuestros lares nunca se ha tenido gran aprecio al constructo montado en las Islas Británicas a partir de los divorcios del hereje Enrique VIII; de la frescura reprobable de la reina Isabel I, que tuvo los santos ovarios de no plegarse a la amorosa insistencia del rey Felipe II, y encima le hizo polvo la Armada, que había costado un huevo; y finalmente, last but not least, de los latrocinios de sir Francis Drake, que se embolsó el oro de curso legal que venía en pesados galeones de las Indias otorgadas, según versión oficial largamente sostenida, por Dios mismo a nuestros reyes, como recompensa a su catolicismo ejemplar.

Volvamos a Virginia Woolf, porque si caemos en el reduccionismo de considerarla un subproducto típico del imperio británico y de la patología bipolar que la afectó, estamos perdidos. Vicent le atribuye sin demasiado fundamento la posesión y disfrute de aquella “habitación propia” que ella reclamó para todo su género, donde poder recogerse y escribir. Habla de su salón, del “grupo” de Bloomsbury, de que fue la primera en narrar “con voces superpuestas”, y de las piedras con las que cargó sus bolsillos para hundirse finalmente en las aguas del Ouse, cuando sintió que perdía del todo su siempre precario control sobre las tinieblas de la locura.

No he leído Las olas, y quizá por esa razón no entiendo muy bien a lo que se refiere Vicent con eso de las “voces superpuestas”. Mis lecturas de la autora se reducen a Mrs Dalloway, Orlando, Al faro y Una habitación propia, además de amplios extractos de sus Diarios.

Mi preferida es Al faro (To the lighthouse). Coincido en mi predilección con Antonio Muñoz Molina, que la ha aireado recientemente en Librotea. Es un libro construido con rigor, que juega con el curso del tiempo en sus tres partes constitutivas (lo que ocurre ahora, lo que pasó antes, lo que pasará después), y convierte al tiempo, en definitiva, en el gran protagonista de la narración, por encima de los personajes pero sin descuidar una aguda caracterización psicológica de estos.

Al faro es otra Búsqueda del tiempo perdido, y maravilla cuánto se parece Woolf a Proust por un lado, y cuán distinta a él llega a ser, por otro. Porque el genio literario viene a sedimentarse y concretarse a partir de una larga decantación de ideas, sentimientos, imágenes y posesiones personales, no siempre claras y fluidas, y en ese sentido el artículo de Vicent acierta al apuntar a la existencia de un trasfondo histórico y personal ambiguo y, más aún, ambivalente.

Pero hay que añadir a lo anterior que el genio literario es también, en sí mismo, estrictamente personal, intraspasable e irreductible.

Leer, por ejemplo, Al faro, es difícil; en cierto modo, una aventura espiritual de desenlace aleatorio. Pero no hay que temer, en ningún caso, a Virginia Woolf.