No me refiero a la
obra teatral de Edward Albee, sino a Manuel Vicent, que dedica a «Virginia
Woolf, en Londres», su página semanal en los domingos de elpais. Lo hace con una
irreverencia muy recomendable, aunque con un punto de “imperiofobia” para
expresar el concepto con la etiqueta acuñada por doña Elvira Roca Barea, que
únicamente está interesada por la fobia mundial al imperio español. Pero otras fobias
haberlas haylas, y en nuestros lares nunca se ha tenido gran aprecio al
constructo montado en las Islas Británicas a partir de los divorcios del hereje
Enrique VIII; de la frescura reprobable de la reina Isabel I, que tuvo los santos
ovarios de no plegarse a la amorosa insistencia del rey Felipe II, y encima le
hizo polvo la Armada, que había costado un huevo; y finalmente, last but not least, de los latrocinios
de sir Francis Drake, que se embolsó el oro de curso legal que venía en pesados
galeones de las Indias otorgadas, según versión oficial largamente sostenida, por
Dios mismo a nuestros reyes, como recompensa a su catolicismo ejemplar.
Volvamos a Virginia
Woolf, porque si caemos en el reduccionismo de considerarla un subproducto
típico del imperio británico y de la patología bipolar que la afectó, estamos
perdidos. Vicent le atribuye sin demasiado fundamento la posesión y disfrute de
aquella “habitación propia” que ella reclamó para todo su género, donde poder
recogerse y escribir. Habla de su salón, del “grupo” de Bloomsbury, de que fue
la primera en narrar “con voces superpuestas”, y de las piedras con las que
cargó sus bolsillos para hundirse finalmente en las aguas del Ouse, cuando
sintió que perdía del todo su siempre precario control sobre las tinieblas de
la locura.
No he leído Las olas, y quizá por esa razón no
entiendo muy bien a lo que se refiere Vicent con eso de las “voces superpuestas”.
Mis lecturas de la autora se reducen a Mrs
Dalloway, Orlando, Al faro y Una
habitación propia, además de amplios extractos de sus Diarios.
Mi preferida es Al faro (To the lighthouse). Coincido en
mi predilección con Antonio Muñoz Molina, que la ha aireado recientemente en
Librotea. Es un libro construido con rigor, que juega con el curso del tiempo
en sus tres partes constitutivas (lo que ocurre ahora, lo que pasó antes, lo
que pasará después), y convierte al tiempo, en definitiva, en el gran
protagonista de la narración, por encima de los personajes pero sin descuidar una
aguda caracterización psicológica de estos.
Al faro es otra Búsqueda
del tiempo perdido, y maravilla cuánto se parece Woolf a Proust por un
lado, y cuán distinta a él llega a ser, por otro. Porque el genio literario
viene a sedimentarse y concretarse a partir de una larga decantación de ideas,
sentimientos, imágenes y posesiones personales, no siempre claras y fluidas, y
en ese sentido el artículo de Vicent acierta al apuntar a la existencia de un
trasfondo histórico y personal ambiguo y, más aún, ambivalente.
Pero hay que añadir
a lo anterior que el genio literario es también, en sí mismo, estrictamente
personal, intraspasable e irreductible.
Leer, por ejemplo, Al faro, es difícil; en cierto modo, una
aventura espiritual de desenlace aleatorio. Pero no hay que temer, en ningún
caso, a Virginia Woolf.