lunes, 19 de agosto de 2019

POR PERSONA INTERPUESTA



La “guarida del lobo” alquilada por Theodor Kallifatides en Farosund, isla de Gotland. Fotografía de Selma Ancira.

Una coincidencia curiosa: Mario Vargas Llosa y yo hemos leído casi al tiempo Otra vida por vivir, de Theodor Kallifatides (Galaxia Gutenberg, traducción de Selma Ancira). A los dos nos ha complacido la lectura, y los dos lo hemos explicado, yo primero en mi blog (1), y él después en elpais, que se reserva los derechos mundiales de prensa en todas las lenguas.

En este punto, en el de los derechos reservados, acaban posiblemente las coincidencias y empiezan las diferencias. Las diferencias, sin embargo, van mucho más allá. Para expresarlo de una manera somera, Mario Vargas Llosa ha tomado el libro de Kallifatides como pretexto para contar sobre sí mismo por persona interpuesta. Sigue así una gloriosa tradición que incluye a Michel de Montaigne («Je suis moi-même la matière de mon livre») y a Gustave Flaubert («Madame Bovary, c’est moi»). Vargas podría añadir a ambas declaraciones, con sencillez: “Kallifatides soy yo”.

No es atribuible al propio Vargas la gaffe incluida como titulillo destacado en el texto publicado en elpais: «’Otra vida por vivir’ del griego Theodor Kallifatide [sic] cuenta el redescubrimiento de la niñez». Está claro que quien compuso la frasecita no se había leído el libro de Theodor, y creyó de buena fe que la cosa trataba de lo que cuenta Mario. El redescubrimiento de la niñez: de la niñez de Mario, por supuesto. El discurso de Theodor se refiere a cuestiones bastante diferentes.

Varias inexactitudes dan pistas al lector atento de ambos textos acerca de que una cosa es lo que escribió Theodor, y otra distinta lo que leyó Mario. Este menciona, por ejemplo, una máquina de escribir («Miraba el rodillo de su pequeña máquina portátil y tenía la mente en blanco…»), mientras que Theodor habla siempre de un ordenador (por ejemplo, pp. 28, 35), que incluso en una ocasión “se autodestruye” cuando jugaba pacíficamente una partida de ajedrez (p. 100), lo que le comporta una serie de inconvenientes. La “guarida del lobo” en la que Theodor se encierra para escribir se convierte para Vargas en un “piso”, a pesar de que en la descripción, e incluso en la fotografía de la portada, queda claro que se trata de un bungaló rústico construido en madera durísima. Desesperado por el bloqueo intelectual, el escritor sale «a caminar junto al océano», a pesar de que no hay océano en la isla báltica de Gotland (sí lo hay frente a Lima). Theodor llega de improviso, añorando sus orígenes perdidos, a su pueblecito natal de Molaoi, que Mario describe como «polvoriento, eterno y efusivo. Algunos parientes centenarios seguían allí intangibles, como los olivos, los almendros, las cabras, los gatos y las enredaderas.» Nada de todo ello aparece en el libro de Theodor. Es más, Theodor no visita su pueblo natal acuciado por el síndrome de la página en blanco, sino debido a una invitación que le había llegado meses antes, en Estocolmo, acompañando a la petición de dar su nombre a una escuela; ya desde años antes, en Molaoi una calle llevaba el nombre de Theodor Kallifatides.

Añadiré dos notas más a la transferencia o transfusión realizada por Mario sobre el texto de Theodor. Estas no afectan ya a los detalles, sino a la mentalidad desde la que se encaran la emigración, la vida lejos, y sobre todo el entorno de un mundo cambiado de raíz, en los mismos puntos cardinales que antes lo sostenían y ahora lo desordenan.

Dice Mario: «Siempre que el nacionalismo no saque su horrible cabeza, no está mal que uno añore la lengua que perdió…» Etcétera. Generosa concesión. Sin embargo, Theodor no perdió nunca su lengua de origen. Oigámosle (p. 73): «Me siento más orgulloso de no haber perdido mi griego después de haber vivido cincuenta y cinco años en Suecia, que de haber aprendido el sueco tan bien como lo he aprendido. Lo segundo fue obra de la necesidad, pero lo primero es un acto de amor. […] Tomé la decisión de abandonarlo todo, no de olvidarlo. Grecia y el griego me hacían cada vez más falta…»

Escribe aún Mario, hablando exclusivamente por él mismo: «Las fronteras son la fuente de los peores prejuicios … Por eso, hay que tratar de adelgazarlas poco a poco hasta desaparecerlas del todo. Está ocurriendo, sin duda, y esa es una de las buenas cosas de la globalización, aunque haya también algunas malas…»

Frente al cosmopolitismo sin raíces propuesto por Mario, Theodor no tiene complejos en aferrarse a “la única patria” que todavía le queda, y la única también “que no le heriría” (pp. 152-53):

«Me acordé del ave migratoria que había visto en el cielo solitario de Gotland. Había perdido a su bandada, pero no la dirección. El mismo problema tenía yo. Había perdido a mi bandada. La dirección que debía tomar, sin embargo, me la habían dado aquellos muchachos, su maestra Olimpía Lampusi, y las palabras de Esquilo.
       Y este libro, el primero que escribo directamente en griego después de cincuenta años, es mi agradecimiento tardío para ellos, que me devolvieron a mi lengua, la única patria que todavía me queda y la única que no me heriría.
       No solo me honraron.
       Salvaron en mí lo que aún podía ser salvado.
       ¿Qué importancia tenía en qué rincón del mundo viviera?»