La “guarida del lobo” alquilada
por Theodor Kallifatides en Farosund, isla de Gotland. Fotografía de Selma
Ancira.
Una coincidencia
curiosa: Mario Vargas Llosa y yo hemos leído casi al tiempo Otra vida por vivir, de Theodor
Kallifatides (Galaxia Gutenberg, traducción de Selma Ancira). A los dos nos ha
complacido la lectura, y los dos lo hemos explicado, yo primero en mi blog (1),
y él después en elpais, que se reserva los derechos mundiales de prensa en todas las
lenguas.
En este punto, en el
de los derechos reservados, acaban posiblemente las coincidencias y empiezan
las diferencias. Las diferencias, sin embargo, van mucho más allá. Para
expresarlo de una manera somera, Mario Vargas Llosa ha tomado el libro de Kallifatides
como pretexto para contar sobre sí mismo por persona interpuesta. Sigue así una
gloriosa tradición que incluye a Michel de Montaigne («Je suis moi-même la matière de mon livre») y a Gustave Flaubert («Madame Bovary, c’est moi»). Vargas
podría añadir a ambas declaraciones, con sencillez: “Kallifatides soy yo”.
No es atribuible al
propio Vargas la gaffe incluida como titulillo
destacado en el texto publicado en elpais: «’Otra vida por vivir’ del griego
Theodor Kallifatide [sic] cuenta el
redescubrimiento de la niñez». Está claro que quien compuso la frasecita no se
había leído el libro de Theodor, y creyó de buena fe que la cosa trataba de lo
que cuenta Mario. El redescubrimiento de la niñez: de la niñez de Mario, por
supuesto. El discurso de Theodor se refiere a cuestiones bastante diferentes.
Varias inexactitudes
dan pistas al lector atento de ambos textos acerca de que una cosa es lo que
escribió Theodor, y otra distinta lo que leyó Mario. Este menciona, por
ejemplo, una máquina de escribir («Miraba el rodillo de su pequeña máquina
portátil y tenía la mente en blanco…»), mientras que Theodor habla siempre de
un ordenador (por ejemplo, pp. 28, 35), que incluso en una ocasión “se
autodestruye” cuando jugaba pacíficamente una partida de ajedrez (p. 100), lo
que le comporta una serie de inconvenientes. La “guarida del lobo” en la que
Theodor se encierra para escribir se convierte para Vargas en un “piso”, a
pesar de que en la descripción, e incluso en la fotografía de la portada, queda
claro que se trata de un bungaló rústico construido en madera durísima. Desesperado
por el bloqueo intelectual, el escritor sale «a caminar junto al océano», a
pesar de que no hay océano en la isla báltica de Gotland (sí lo hay frente a
Lima). Theodor llega de improviso, añorando sus orígenes perdidos, a su
pueblecito natal de Molaoi, que Mario describe como «polvoriento, eterno y
efusivo. Algunos parientes centenarios seguían allí intangibles, como los
olivos, los almendros, las cabras, los gatos y las enredaderas.» Nada de todo
ello aparece en el libro de Theodor. Es más, Theodor no visita su pueblo natal acuciado
por el síndrome de la página en blanco, sino debido a una invitación que le había
llegado meses antes, en Estocolmo, acompañando a la petición de dar su nombre a
una escuela; ya desde años antes, en Molaoi una calle llevaba el nombre de
Theodor Kallifatides.
Añadiré dos notas
más a la transferencia o transfusión realizada por Mario sobre el texto de
Theodor. Estas no afectan ya a los detalles, sino a la mentalidad desde la que
se encaran la emigración, la vida lejos, y sobre todo el entorno de un mundo
cambiado de raíz, en los mismos puntos cardinales que antes lo sostenían y
ahora lo desordenan.
Dice Mario:
«Siempre que el nacionalismo no saque su horrible cabeza, no está mal que uno
añore la lengua que perdió…» Etcétera. Generosa concesión. Sin embargo, Theodor
no perdió nunca su lengua de origen. Oigámosle (p. 73): «Me siento más orgulloso de no haber perdido mi griego después de haber
vivido cincuenta y cinco años en Suecia, que de haber aprendido el sueco tan
bien como lo he aprendido. Lo segundo fue obra de la necesidad, pero lo primero
es un acto de amor. […] Tomé la decisión de abandonarlo todo, no de olvidarlo.
Grecia y el griego me hacían cada vez más falta…»
Escribe aún Mario,
hablando exclusivamente por él mismo: «Las fronteras son la fuente de los
peores prejuicios … Por eso, hay que tratar de adelgazarlas poco a poco hasta
desaparecerlas del todo. Está ocurriendo, sin duda, y esa es una de las buenas
cosas de la globalización, aunque haya también algunas malas…»
Frente al
cosmopolitismo sin raíces propuesto por Mario, Theodor no tiene complejos en aferrarse
a “la única patria” que todavía le queda, y la única también “que no le
heriría” (pp. 152-53):
«Me acordé del ave migratoria que había visto en el
cielo solitario de Gotland. Había perdido a su bandada, pero no la dirección.
El mismo problema tenía yo. Había perdido a mi bandada. La dirección que debía
tomar, sin embargo, me la habían dado aquellos muchachos, su maestra Olimpía
Lampusi, y las palabras de Esquilo.
Y este libro, el primero que escribo directamente en griego después de cincuenta
años, es mi agradecimiento tardío para ellos, que me devolvieron a mi lengua,
la única patria que todavía me queda y la única que no me heriría.
No
solo me honraron.
Salvaron
en mí lo que aún podía ser salvado.
¿Qué
importancia tenía en qué rincón del mundo viviera?»