La jornada de ayer
da pie a tres valoraciones diferentes: la huelga general fracasó sin excusa posible,
la manifestación derivada de la confluencia de las tres marchas fue un éxito
considerable, y la exhibición de violencia de la noche fue un espanto.
Barajando las tres valoraciones,
es posible llegar a una conclusión de cuál es el núcleo real del “sentimiento”
independentista, tan ajeno a la política que se superpone a él, y dónde están
sus límites.
Estuve paseando entre
los manifestantes del centro de Barcelona, a eso de las seis de la tarde,
después de los parlamentos de Paluzie y Mauri. Había allí muchísima gente
joven, cansada de la larga caminata. Las papeleras del Paseo de Gracia
rebosaban de latas vacías de distintas bebidas, con predominio de la cocacola. Grupos
mixtos de jóvenes se habían sentado en el suelo en corro, y hacían broma; en su
mayoría venían de lejos. Los bares abiertos, que eran casi todos, en un perímetro de unos 500 metros
por lo menos en torno al eje central (mi caminata no pasó de ese círculo, de modo que
no sé qué pasaba más allá) y las terrazas adyacentes,
estaban abarrotados de personas envueltas en esteladas o luciendo camisetas
azulonas en las que estaba escrito el lema “Objectiu: independència”. Había
muchos niños, que jugaban. Observé personas de pelo blanco y parejas mayores que
tenían los andares bamboleantes característicos del payés; algunos miraban
boquiabiertos la Casa Batlló como si fuera la primera vez que la veían. Muchos/as
jóvenes se abrazaban para hacerse un selfie con las banderas desplegadas de
fondo. El ambiente era festivo, sin ninguna agresividad. Poco a poco, los
grupos se ponían en marcha y se dispersaban hacia el lugar donde estaba
aparcado el medio mecánico que había de devolverles a su casa. Algunos entraban
en uno de esos edificios de viviendas de alquiler por días que tanto han proliferado en el
Eixample. No había transporte urbano de superficie, de modo que todos los
desplazamientos se hacían a pie.
Diría que la
cuestión propiamente política había desaparecido del primer plano. Pocas siglas
aparentes, ningún servicio de orden, ningún grito ni consigna. Circulaban
zigzagueando entre la multitud que ocupaba la calzada jóvenes en bicicleta,
posiblemente algunos de ellos en misión de scouts,
de observadores que luego transmitían de alguna forma los datos recogidos a
algún centro logístico. Eran la única indicación de que podía haber algún
designio político en aquel aplec en
el que solo faltaba la música autóctona en los altavoces.
Por la noche, el
vandalismo sobrevenido apareció como algo extraño e incluso contrario al
espíritu de la jornada. Aquellos jóvenes pirómanos fueron objeto de reprobación
por parte de los vecinos, que les gritaban que se fueran a otra parte.
El papel
que cumplieron los incendios de contenedores y las pedradas a la policía fue el
de borrar hasta hacer desaparecer la imagen anterior, plácidamente reivindicativa. Los
movimientos de manual de una guerrilla urbana entrenada, en forma de pequeños
grupos de vanguardia despegados del conjunto de la gente, tuvieron como objeto
(como “relato”, si se prefiere el término) el asalto al centro de un escenario
en el que la política estaba ausente desde primera hora de la mañana, cuando la
huelga no consiguió cuajar ni siquiera entre los funcionarios.
Después de la
judicialización de la política catalana, este segundo round tiende a convertirla en un problema de orden público.
Es la segunda
devaluación de Cataluña, de su problema y de sus circunstancias. Una
devaluación agravada por la falta de conciencia de las coordenadas reales del
problema por parte de los políticos de todos los puntos de la rosa de los
vientos. Nadie se ocupa de averiguar por qué los catalanes no están dispuestos
a ir a una huelga política por la independencia ni aprueban el activismo
antisistema, y en cambio aparecen una y otra vez masivamente en las fiestas
señaladas, con talante plácido y festivo, para decir: aquí estamos, esto somos,
esto queremos, hágannos caso señores de arriba y busquen las soluciones
pertinentes.