«Los chicos de
Barcelona ponen las cerillas, pero los adultos de Madrid suministran la
gasolina.» Es una frase de John Carlin, hoy en lavanguardia. Una simplificación
ingeniosa, pero con un fondo de verdad preocupante.
El problema catalán
ha derivado, como advertía yo ayer en estas mismas páginas, hacia una cuestión
de orden público. Es una devaluación, en efecto, pero además conlleva serios
peligros colaterales: si el orden no se restaura en un tiempo corto, y todo
indica que eso no va a suceder, entraremos en la campaña electoral con Cataluña
en llamas.
Es una posibilidad
no prevista suficientemente en las cuentas del gran capitán de Ferraz, y que una vez se ha hecho presente no interesa lo
más mínimo a ninguna de las dos opciones que parten en la pole position para el 10N: Esquerra Republicana en Cataluña, y el
PSOE en España. Un malestar agudo por parte de la ciudadanía pacífica, y una
repetición en la pantalla amiga de imágenes dantescas a la hora de la sobremesa
nocturna, es decir el prime time, pueden
conformar tendencias de voto favorables a aquellas opciones políticas que, como
le ocurría a Goethe hará un par de siglos, son condescendientes con la
injusticia pero en cambio no transigen con el desorden.
Una porción
significativa de voto podría emigrar en Cataluña, no hacia sectores moderados que
colocan la secesión como segunda, o tercera, o ninguna, prioridad; sino (de
nuevo) hacia sectores abiertamente beligerantes tanto con la secesión como con
el diálogo; chafando así la guitarra de Quim Torra, cuya insensatez manifiesta
y su dejación absoluta de autoridad han dado pábulo (gasolina) a los cerilleros
que le han robado bonitamente el plano. Pero asimismo de los correligionarios
de Gabriel Rufián, un hombre de partido cuyo moderantismo sobrevenido le ha
llevado a ser acusado de traidor (el enésimo de la serie) y de botifler, desde
el corazón de la protesta radical.
En el otro
escenario, el nacional o estatal, Pedro Sánchez va a tener problemas crecientes
por su derecha. Se le exige mayor dureza (ya está respondiendo a esa
solicitación) pero también más eficacia en la represión, cuestión ardua en el
corto plazo porque desmontar una guerrilla urbana tan solvente no se hace en
cuatro días. En este contexto, la nostalgia de la paz del Caudillo, que justo
ahora va a ser exhumado y en consecuencia va a volver a la primera plana de los
telediarios, sería un ingrediente de riesgo añadido, más gasolina de fuera para
la hoguera cuyo epicentro es Cataluña, pero que se extiende por todos los puntos de la rosa de la piel del toro.
Entramos entonces
en una carrera paralela: de un lado las propuestas de endurecimiento legal (artículo
155) y puño de hierro con los pirómanos; de otro, los intentos de pacificación,
diálogo intenso y medidas transitorias susceptibles de fructificar en una
solución definitiva no antes del largo plazo.
No sería imposible
que la mayoría de un electorado maduro y muy apremiado por las circunstancias, optase
por la sensatez y el restañamiento de las heridas como cuestión prioritaria a
dirimir en las urnas; pero habrá de luchar esforzadamente contra el tridente
del Apocalipsis cum figuris: Casado,
Rivera y Abascal. Con las trompetas, además, de Waterloo y de la CUP resonando
en las cuatro esquinas de nuestro pequeño país.