Carmen Calvo,
vicepresidenta del gobierno y ministra de la Presidencia, se ha dirigido a los
tribunales belgas con la advertencia de que una nueva negativa a extraditar a
Puigdemont “tendría consecuencias”, sin precisar cuáles, y desde la premisa de
que es “obligación de los Estados colaborar entre ellos”.
No puede decirse
que la señora haya estado especialmente inspirada en esa iniciativa. La premisa
que en realidad incluye la deseable colaboración entre los Estados soberanos es
la soberanía indiscutida de cada cual, por lo que no procede hablar de “obligaciones”
en este campo y resultan como mínimo de mal gusto las admoniciones del estilo
de la ahora publicitada.
Fernando
Grande-Marlaska, ministro del Interior, se dejó decir el otro día que la
violencia en Cataluña era peor incluso que la que tuvo lugar en Euskadi en otro
momento histórico.
Tampoco estuvo
afortunado; ha irritado gratuita y simultáneamente a catalanes y a vascos. Los
dos representantes del gobierno en funciones se han dejado caer en el lapsus
recurrente de expresar una opinión personal sin caer en la cuenta de que lo que
se exige de ellos, dada la posición que ocupan, es una opinión institucional,
la cual implica una autocensura profiláctica de sus posibles calenturas
bucales.
Pero atención, en
ningún caso pueden servir las declaraciones desafortunadas de los dos ministros
como justificación para una escalada reivindicativa sucesiva de las fuerzas
procesistas. Las fuerzas procesistas no se han fijado ningún programa
reivindicativo máximo ni mínimo: cada día salen a la calle con un tema nuevo, y
cuando pasan pantalla no solo se olvidan del tema del día anterior, sino que lo
contradicen.
De ese modo, el “ho tornarem a fer” de Torra y de
Cuixart carece por completo de un contenido descriptible. Nadie sabe cuál es la
sustancia de lo que volverán a hacer Quim o Jordi; el gesto es lo único que se
proponen repetir.
Primero era la consecución
de una independencia que estaba “a tocar”; luego, una declaración unilateral
con desentendimiento absoluto de lo que tenía que venir después para que la tal
declaración fuera algo más que una declaración de intenciones; después, la
movilización se centró en conseguir la libertad de los “presos polítics”; luego se ha considerado que la sentencia del
Supremo era vengativa y exagerada, cuando “cualquier” sentencia era inadmisible
en la pantalla anterior. Un articulista escribe que se ha castigado a los que “pusieron
las urnas” con la misma pena que si hubieran cometido un homicidio. Se obvia
que no se les ha castigado por poner las urnas, y que son muchos los delitos a
los que el código penal atribuye una pena superior o igual a la del homicidio.
Ahora, las declaraciones
de los dos ministros socialistas provocan una nueva corriente de indignación generalizada
en los medios adictos al procesismo y en las redes sociales. “¡Es que ya está
bien, hay que reaccionar, esto es el colmo!”, dicen los mismos que llevan siete
años diciéndonos que ara és l’hora.
Nos venden los
sabotajes, las hogueras, las piedras, los encapuchados y demás parafernalia, como
una iniciativa espontánea lamentablemente justificada por las últimas noticias
frescas que vienen de fuera; como una “reacción” de indignación popular. En
realidad se trata de una revolución de palacio, de la puesta en marcha del siguiente
escalón de una operación larga y sofisticada de retroalimentación inducida.