Cuánto se nos
criticó desde la derecha la figura del centralismo democrático, que no faltaba
nunca en los estatutos de los partidos de la izquierda radical. Para los
gentiles que nunca la han experimentado, el meollo de la cuestión estaba en
que, una vez el comité central se había pronunciado oficialmente sobre una
cuestión determinada, toda la militancia había de seguir la consigna a pies
juntillas y sin discutir.
Se suponía que una
norma de ese tipo tenía la virtud de la poción mágica del druida Panoramix: nos
hacía invencibles. El veredicto de la Historia ha sido, sin embargo, sustancialmente
distinto. Tal vez menos centralismo nos habría proporcionado una flexibilidad mayor
para alcanzar objetivos modestos que parecían accesibles a primera vista, pero
que en el desarrollo de la praxis se revelaron más lejanos aún que los cielos
que pretendíamos asaltar.
La norma, sin
embargo, fue seguida sin complejos por los mismos que tanto y con tal vocerío la
criticaban. Recuerden aquella advertencia de Alfonso Guerra: “Quien se mueva no
sale en la foto”.
Y no iba de broma,
el tío.
Ahora mismo, la
misma regla de oro acaba de ser llevada a la práctica por Pablo el Diácono y Aznar
el Augusto, los dos reconocidos leninistas de derechas que han defenestrado a
Alfonso Alonso del mando de la baronía vascuence y colocan en su lugar al fiel
José María Iturgaiz, que no es precisamente un joven catecúmeno en trance de
cantar su primera misa.
La conclusión que
podríamos sacar del evento mi casi hermano de leche José Luis López Bulla y yo
mismo, es que el monstruo del “neo taylorismo”, al que la nueva economía
seudoliberal cree tener encerrado bajo siete llaves en una cripta gótica, sale
todas las noches de su ataúd y se alimenta con sangre de nuevas víctimas, sin
discriminar demasiado a quién muerde en el cuello dado que, contra menos bultos,
más claridad.
Taylorismo, y con
esto termino, se dice de la doctrina del ingeniero Frederick W. Taylor, el cual
tenía como primer axioma para la gran producción en serie mecanizada, que quien
piensa no debe ejecutar, y quien ejecuta no debe pensar.
No tenía razón,
como no la tuvieron tampoco quienes pusieron toda su fe política en el
centralismo democrático. Pero Taylor y Josemari Aznar hicieron época. No está
cantado que lo mismo vaya a sucederle a Pablo Casado.