miércoles, 26 de febrero de 2020

LA REVOLUCIÓN DEL ALFABETO



El escriba sentado. Museo del Louvre, antigüedades egipcias


Explica Irene Vallejo, en El infinito en un junco (Siruela 2019), cómo el pensamiento y la escritura ocupaban en la antigüedad espacios diferenciados. El pensamiento y la narración se transmitían de boca en boca; su guardián era la memoria. Sócrates, el hábil sofista que filosofaba en las plazas y en los pórticos, sostenía que la escritura mata el pensamiento, porque con lo que está inerte, codificado de una vez para siempre, no se puede dialogar.

La escritura, en cambio, nació en Mesopotamia y en Egipto, para llevar las cuentas: tantas medidas de trigo, tantas unidades de tierra de labranza, tantas cabezas de ganado. Los números servían para lo que servían, pero eran necesarios signos para indicar el trigo, la leche, el oro, el propietario, el comprador, los términos de los contratos.

Los fenicios simplificaron el complicado alfabeto pictográfico que tanto poder depositaba en manos de los escribas sentados egipcios, que ejercían de notarios y registradores de la riqueza que se producía para mayor gloria de Faraón. Los griegos mejoraron el alfabeto fenicio y lo convirtieron en un instrumento infinitamente flexible. La escritura se liberó de la cuadrícula de los estadillos y se asoció al pensamiento oral para darle mayor proyección (el escrito llega más lejos que la voz) y mayor fiabilidad (el boca a boca deforma la expresión inicial de forma inevitable; el escrito es siempre idéntico a sí mismo cualesquiera que sean los ojos que lo lean).

El alfabeto supuso también una revolución social, al democratizar los saberes. Las cumbres del pensamiento de cada época eran por primera vez accesibles a todos, con tal de que dominaran ese instrumento simple y eficaz: la lengua, el alfabeto.

Y la posibilidad para los de abajo de compartir y discutir los saberes, antes arcanos y sagrados, de las castas superiores, posibilitó también cambios políticos antes impensables. Atenas fue la cuna de la democracia, y no fue ajeno a ese hecho que la Grecia antigua poseyera el alfabeto más avanzado, la lengua más extendida y la influencia cultural más profunda.

Irene Vallejo lo explica así, en su libro (pág. 116):

«Aunque los rebeldes y revolucionarios seguían saliendo tan malparados como antes, sus ideales tenían nuevas posibilidades de sobrevivirles y difundirse. Gracias al alfabeto, algunas causas perdidas se han ganado con el paso del tiempo. Incluso si la mayoría de los textos continuaron apuntalando el poder de reyes y señores, se abrieron intersticios para voces indómitas. Las tradiciones perdieron algo de su solidez inamovible. Ideas novedosas sacudieron las vetustas estructuras sociales.»