Primer documento gráfico en el
que Carmen y Paco aparecemos juntos (La Garriga, hacia 1954).
Leo en la
vanguardia que hubo de cierto algunos Valentines mártires en época romana, y
uno de ellos hizo el milagro de curar a un epiléptico según las actas de los
antiguos cristianos; pero de ninguno en particular puede decirse que
patrocinara a los enamorados.
La tradición, al
parecer, arranca del poeta inglés Chaucer, que en alguna parte puso que por San
Valentín, cada ave busca su pareja. Este breve apunte ha bastado para
desarrollar una potente propaganda en nuestra época, cuando tiende a medirse el
amor por el consumo.
Lo que importa de
San Valentín, entonces, es la fecha, y no las circunstancias del santo. Los
enamorados en cuestión, de otro lado, son los pájaros, que usan aparearse en
épocas determinadas, en tanto que los/las humanos/as lo hacemos a conveniencia,
porque el celo nos dura todo el año sin respetar días festivos ni laborables,
ceremonias religiosas ni civiles, días fastos ni nefastos. (Si bien datos estadísticos constatan que los
apareamientos se han visto potenciados puntual y asombrosamente en algunas
zonas geográficas y sentimentales en coincidencia con los goles de Andrés Iniesta).
Queda claro que ni
San Valentín, fuera obispo o presbítero, mártir o confesor, se preocupó
mayormente de los enamorados, ni los enamorados (me incluyo entre ellos) nos
preocupamos, a la recíproca, de San Valentín.
Tampoco, he de confesarlo,
me presenté ayer delante de Carmen con un ramo de flores o una caja de bombones
en la mano. Ella me habría preguntado a qué cuento venía la novedad. A nuestro
enamoramiento no le hacen falta pruebas materiales fehacientes, como las que
exigen los tribunales en los juicios representados en las teleseries. Nos querernos
día a día y ya está, sin desembolsos a fecha fija y sin plazo expreso de
caducidad.