domingo, 2 de febrero de 2020

LA PÉRDIDA DE LA DIMENSIÓN UNIVERSAL



Edificio Louise Weiss, sede del Parlamento europeo en Estrasburgo, Francia.


La “aldea global” es hoy un poco más provinciana. El particularismo le ha ganado un pedazo más de terreno a la dimensión planetaria de los problemas y de las soluciones, a partir de la puesta en marcha del ‘brexit’. La Europa unida con la que nos atrevimos a soñar en algún momento se extendía mucho más allá de sus propias fronteras, en la dirección de una dimensión universal en la que todos  cabríamos con comodidad, gracias a aquellas normas universales de democracia, empatía  y reciprocidad que Kant fue el primero en definir.

La Unión Europea real, no la soñada, nunca se atrevió a pensar tan en grande como lo hicieron algunos grandes europeístas: Jacques Delors, Altiero Spinelli, Willi Brandt, Bruno Trentin… Su día a día fue funcionarial y burocrático; su mayor símbolo, un Banco; nunca quiso darse una Constitución, tan solo llegó a un permiso de circulación, muy activo para las mercancías y no tanto para las personas, sometidas al escrutinio del ‘dentro’ y el ‘fuera’.

La ambición de la Unión ha sido alicorta. Es la crítica que formula Spinelli en su libro de memorias (Cómo traté de hacerme sabio, Icaria 2019, p. 391): «La unidad europea no era la respuesta al problema del orden pacífico mundial, sino la mera contribución europea a la construcción de un orden mundial que se basaba aún en estados soberanos cuyos componentes fundamentales eran ya algunas grandes comunidades de dimensiones continentales o poco más pequeñas.»

La defección de una de esas “grandes comunidades” transcontinentales recorta el territorio europeo pero, peor aún, empequeñece además la idea de una unidad colocada por encima de los campanarios de naciones, nacioncillas y nacionalidades, y que las trasciende.

Cuando nos entren ganas de renegar “¡Qué cabrones, los británicos!”, habremos de añadir, si somos enteramente sinceros: “Qué cabrones, nosotros mismos”.

Este ha sido un fracaso de todos. Y el mundo global, en consecuencia, se adorna con una nueva línea de fractura.

No hay estropicio que no sea posible reparar, cierto. Pero hace falta conciencia de cómo hacerlo. He aquí un útil consejo del Conde Lucanor (siglo XIV, obra del infante Don Juan Manuel): «Quien no cata los fines, hará los principios errados.»