Puede ser
conveniente declarar de entrada que en este blog no se pontifica, que su autor (por
llamarlo de una manera suave), que da la coincidencia de que soy yo, no tiene
la menor pretensión de infalibilidad, y que da escasa importancia a
contradecirse a sí mismo de vez en cuando.
Este blog es como
un rato de charleta en la barra de un bar acogedor, delante de unas cañas de cerveza
bien tiradas y de una ración de aceitunas aliñadas de la casa, nada de género
enlatado por favor. Un parroquiano se extiende día a día en consideraciones
ociosas sobre lo divino y lo humano, porque eso es lo que le apetece. Si
alguien le advierte, estás desbarrando, el charlista contestará «quizá» con un
encogimiento de hombros y picará otra aceituna del plato. No hay ofensa, si
nadie tiene intención explícita de ofender.
Pues bien, ayer
comentaba entre otras cosas la pretensión de algunas personas políticamente
significativas de desmontar la estatua de Colón en el puerto de Barcelona. La
intención es buena, no digo que no; pero el resultado de tanta furia
iconoclasta podría dejar a la ciudad condal (coño, ¿condal?, qué es eso de
andarse con títulos nobiliarios, la ciudad a secas, o la ciudad ciudadana por más
que resulte pleonástico y le chirríe al académico Pérez Reverte) convertida en
una tabula rasa parecida a la antigua
ciudad de Palmira después del paso de las aguerridas tropas del Estado
Islámico.
En un tiempo de
unilateralismos, no está mal contemporizar un poco, aunque solo sea por
variar. No queremos reconocernos a nosotros mismos que fuimos conquistadores,
genocidas, misioneros, visionarios, sectarios hasta la médula, y que esa
herencia que tanto deseamos ocultar o hacer desaparecer sigue sin embargo
inscrita en nuestros genes, en nuestro ADN reconocible. Henry Kamen, en una
entrevista memorable de Sebastiaan Faber publicada en Ctxt (1), apunta que los
españoles tardaremos aún muchos años en reconciliarnos con un relato nacional que
nos resulte útil para alguna cosa.
Podemos tener dolor
de corazón y hacer un sincero propósito de enmienda en todos los asuntos
relacionados con nuestra herencia nacional, pero no está claro que para hacerlo
sea necesario borrar todas las huellas y abominar de ellas. De las huellas,
digo, no de las creencias y de las acciones a que condujeron.
Felizmente, un
monumento como el de Colón, que ha devenido en landmark de la ciudad que un tiempo fue cap i casal de los condes de Barcelona, permite en tanto que
mobiliario urbano todo tipo de operaciones descontextualizadoras. Digo bien,
desontextualizadoras, y no lo contrario, que es lo que propone Jésica Albiach
como plan B.
O sea, es posible separar
el significante del significado, el Almirante que señala con el dedo una
dirección indeterminada, y el artefacto reconocible y cotidiano, desde cuyo
mirador se ven de maravilla las golondrinas, esas barcazas de fondo plano que
cruzan el agua sucia cargadas de turistas.
No es una infamia
para nadie que el Almirante siga ahí, después de tantos años sin molestar a
nadie, para que las palomas se cuelguen de su dedo extendido y se cisquen en su
manto sin complejos.
Podríamos ser más
palomas nosotros también, y menos halcones.