lunes, 15 de junio de 2020

DESCONTEXTUALIZAR A COLÓN



Puede ser conveniente declarar de entrada que en este blog no se pontifica, que su autor (por llamarlo de una manera suave), que da la coincidencia de que soy yo, no tiene la menor pretensión de infalibilidad, y que da escasa importancia a contradecirse a sí mismo de vez en cuando.

Este blog es como un rato de charleta en la barra de un bar acogedor, delante de unas cañas de cerveza bien tiradas y de una ración de aceitunas aliñadas de la casa, nada de género enlatado por favor. Un parroquiano se extiende día a día en consideraciones ociosas sobre lo divino y lo humano, porque eso es lo que le apetece. Si alguien le advierte, estás desbarrando, el charlista contestará «quizá» con un encogimiento de hombros y picará otra aceituna del plato. No hay ofensa, si nadie tiene intención explícita de ofender.

Pues bien, ayer comentaba entre otras cosas la pretensión de algunas personas políticamente significativas de desmontar la estatua de Colón en el puerto de Barcelona. La intención es buena, no digo que no; pero el resultado de tanta furia iconoclasta podría dejar a la ciudad condal (coño, ¿condal?, qué es eso de andarse con títulos nobiliarios, la ciudad a secas, o la ciudad ciudadana por más que resulte pleonástico y le chirríe al académico Pérez Reverte) convertida en una tabula rasa parecida a la antigua ciudad de Palmira después del paso de las aguerridas tropas del Estado Islámico.

En un tiempo de unilateralismos, no está mal contemporizar un poco, aunque solo sea por variar. No queremos reconocernos a nosotros mismos que fuimos conquistadores, genocidas, misioneros, visionarios, sectarios hasta la médula, y que esa herencia que tanto deseamos ocultar o hacer desaparecer sigue sin embargo inscrita en nuestros genes, en nuestro ADN reconocible. Henry Kamen, en una entrevista memorable de Sebastiaan Faber publicada en Ctxt (1), apunta que los españoles tardaremos aún muchos años en reconciliarnos con un relato nacional que nos resulte útil para alguna cosa.

Podemos tener dolor de corazón y hacer un sincero propósito de enmienda en todos los asuntos relacionados con nuestra herencia nacional, pero no está claro que para hacerlo sea necesario borrar todas las huellas y abominar de ellas. De las huellas, digo, no de las creencias y de las acciones a que condujeron.

Felizmente, un monumento como el de Colón, que ha devenido en landmark de la ciudad que un tiempo fue cap i casal de los condes de Barcelona, permite en tanto que mobiliario urbano todo tipo de operaciones descontextualizadoras. Digo bien, desontextualizadoras, y no lo contrario, que es lo que propone Jésica Albiach como plan B.

O sea, es posible separar el significante del significado, el Almirante que señala con el dedo una dirección indeterminada, y el artefacto reconocible y cotidiano, desde cuyo mirador se ven de maravilla las golondrinas, esas barcazas de fondo plano que cruzan el agua sucia cargadas de turistas.

No es una infamia para nadie que el Almirante siga ahí, después de tantos años sin molestar a nadie, para que las palomas se cuelguen de su dedo extendido y se cisquen en su manto sin complejos.

Podríamos ser más palomas nosotros también, y menos halcones.