Sacerdote católico italo-albanés (foto, Wikipedia)
El cardenal
Blázquez ha dicho en una entrevista que el ingreso mínimo vital “no es ciertamente
el ideal”. Tiene más razón que un santo, independientemente del hecho de que
con toda probabilidad, en tanto que presidente de la Conferencia Episcopal, “es”
ya un santo por derecho propio. Comparen ustedes el ingreso mínimo vital con
atar los perros con longanizas, y verán lo que va de la cruda realidad al beau ideal.
Estamos de acuerdo
con lo que dice monseñor, entonces; estamos en desacuerdo, en cambio, con lo
que calla. No ha saludado el avance que supone el ingreso mínimo vital respecto
de lo que había antes; no ha dicho que los empresarios agrícolas murcianos
detenidos quebrantaban todas las leyes divinas y humanas; no ha reclamado
cambios significativos en las leyes laborales para aproximarlas a los ideales
de decencia y de justicia social que sin duda suscribe.
En todo lo que no
sea el aborto, la homosexualidad y el derecho de los padres a elegir una educación
religiosa concertada para sus hijos, la jerarquía eclesiástica es más bien parca en sus
manifestaciones. Las medidas sociales hacen que los obispos invariablemente arruguen
la nariz, por más que siempre justifican su desacuerdo por alguna otra razón.
Quizás el motivo
real de su repugnancia a las medidas sociales tenga que ver con el hecho de que
los ricos van a misa más que los pobres, y las limosnas para el culto afluyen
más de los bolsillos de los primeros que de los segundos. Hay un antiguo entendimiento
entre las clases propietarias y las jerarquías eclesiásticas. La solicitud de
estas últimas hacia los necesitados es un sentimiento lejano y, en cierto modo,
depende del hecho de que se plantee como un patrocinio exclusivo, un monopolio
de la caridad. El sacerdote como padre
padrone.
Quede claro que
estoy hablando de las jerarquías, o dicho de otro modo, de la política
eclesiástica. En la clase de tropa, entre los curas de misa y olla, la empatía
y la cooperación tienen en muchos casos una dimensión muy distinta, realmente “ecuménica”
para emplear la jerga del oficio. Curas hay en los suburbios periféricos de las ciudades industriales y en
los pueblos en los que la curva de la renta per cápita es casi plana, que
comparten con la feligresía todo lo que tienen e incluso lo que no tienen.
Ellos no se andan con
las cautelas de monseñor Blázquez. Para ellos el ingreso mínimo vital es una
gran noticia, y un alivio para su economía particular, maltrecha de tanto
compartir.