Vista de Tallinn (foto Tripizia.com)
El 19 de agosto de
1991, cuando se produjo el golpe de Estado fallido contra Gorbachov, mi hija Albertina
estaba en Siena siguiendo un curso internacional de perfeccionamiento en la lengua
italiana.
Entre los
asistentes al curso había varias chicas soviéticas, tres de ellas estonias. Muy
asustadas, creyeron que aquella sublevación había de ser el inicio de una gran
conmoción mundial. Rusia era poderosa, nadie se vería libre de las
consecuencias de aquel asalto repentino. Pidieron a los profesores que
suspendieran las clases, y que todos los estudiantes volvieran a sus casas y se
prepararan para lo peor. Ellas estaban dispuestas a pedir asilo político en
Italia.
Nadie les hizo caso,
y las noticias que se sucedieron en los días siguientes fueron situando con más
precisión las características de la crisis. No había amenaza hacia fuera, sino
una gran implosión hacia dentro. Boris Yeltsin tomó el mando, ilegalizó el PCUS
y decretó la nulidad del decreto de anexión de las repúblicas bálticas. La
independencia de Estonia, Letonia y Lituania, reclamada por las tres repúblicas
ya antes del golpe de Estado y respaldada por el resultado de referéndums irreprochables
el anterior mes de marzo, fue reconocida en septiembre por la todavía existente
URSS.
Trin (Katrin), una
de las tres compañeras estonias de mi hija, vivió con mucha euforia la noticia
de la independencia. Había ido a Italia sin estar inscrita en el curso y,
lógicamente, sin beca. Regularizó su situación administrativa en Siena misma, y
dormía en un colchón en la habitación de sus dos compatriotas, que sí tenían
beca. Las chicas estudiantes solían cenar juntas y cocinar por “turnos
nacionales”: las francesas prepararon unas quiches, las españolas tortillas de
patatas. Las estonias no cenaban con las demás, con la excusa de que no tenían
hambre. Un día se supo que a lo único que podían aspirar con el dinero que
reunían entre las tres era a hervir espaguetis y tomárselos tal cual, sin
ningún tipo de salsa ni acompañamiento. Y sí, tenían un hambre feroz.
Las demás las
tomaron bajo su protección, y desde entonces tomaron parte en las cenas colectivas,
como invitadas especiales. Como Trin quería venir a España a aprender también
el idioma, le pagamos desde Barcelona el viaje en tren junto a mi hija (hasta
Siena había llegado haciendo autostop).
Convivimos varios
días en Barcelona y en La Garriga. Trin disfrutó mucho del sol y de la comida.
Solo había dos cosas que se negaba en redondo a comer: col y salchicha ahumada.
«De eso ya como todos los días en Tallinn.»
Hablamos mucho de
la independencia y de los rusos. Nadie entienda que defiendo nada al evocar
estos recuerdos, siempre pensé que Trin estaba equivocada en muchas cuestiones
y que tenía unos prejuicios nacionalistas excesivos, pero esa es solo mi
opinión contra la suya.
En Estonia había
muchos asentamientos de licenciados del Ejército ruso, que tenían pensiones
magníficas y miraban por encima del hombro a la población local. El primer
gobierno independiente les desposeyó de la ciudadanía estonia. Eso nos pareció
una barbaridad, pero Trin defendía la medida. Nunca se habían sentido estonios,
decía; eran una clase privilegiada económicamente, que imponía su lengua y sus
costumbres. No merecían nada.
Trin trabajaba como
administrativa en el Ayuntamiento de Tallinn y estudiaba lenguas porque su
expectativa vital era conseguir un puesto en una embajada de un país
mediterráneo y montarse la existencia lejos de su amado país. Tal vez
encontraría a un italiano o un español como marido, no quería ni pensar en un
estonio y menos aún ─claro─ en un ruso.
Le pregunté por la
viabilidad de un Estado tan pequeño, con una agricultura y una industria casi
de subsistencia, sin turismo, y con los esquistos bituminosos como única
riqueza minera. Dijo que eso no tenía importancia para ellos, estaban
acostumbrados a la pobreza. (En 1993, primeros datos después de la
independencia, el PIB por habitante estonio era de 3040 $; el español estaba,
ese mismo año, en 13.650 $).
En relación con el sentimiento
común de los estonios hacia los rusos, Trin nos contó el siguiente chiste:
Un tren descarriló.
El inspector preguntó al maquinista cómo había ocurrido el accidente. “Había un
ruso en mitad de la vía”, contestó el maquinista. “¿Solo eso, un puto ruso?
Haberle pasado por encima.” “Lo intenté, explicó el maquinista, pero el muy
cabrón se echó a un lado.”
Algo más supimos de
ella en los años siguientes. Se había casado con un estonio, seguía trabajando
en Tallinn, tenía dos hijos, y el sueño de un puesto en una embajada en el Sur
parecía desvanecido. Su dieta habitual seguía siendo la col hervida y la
salchicha ahumada.