miércoles, 3 de junio de 2020

UNA CHICA ESTONIA EN EL VERANO DE 1991



Vista de Tallinn (foto Tripizia.com)



El 19 de agosto de 1991, cuando se produjo el golpe de Estado fallido contra Gorbachov, mi hija Albertina estaba en Siena siguiendo un curso internacional de perfeccionamiento en la lengua italiana.

Entre los asistentes al curso había varias chicas soviéticas, tres de ellas estonias. Muy asustadas, creyeron que aquella sublevación había de ser el inicio de una gran conmoción mundial. Rusia era poderosa, nadie se vería libre de las consecuencias de aquel asalto repentino. Pidieron a los profesores que suspendieran las clases, y que todos los estudiantes volvieran a sus casas y se prepararan para lo peor. Ellas estaban dispuestas a pedir asilo político en Italia.

Nadie les hizo caso, y las noticias que se sucedieron en los días siguientes fueron situando con más precisión las características de la crisis. No había amenaza hacia fuera, sino una gran implosión hacia dentro. Boris Yeltsin tomó el mando, ilegalizó el PCUS y decretó la nulidad del decreto de anexión de las repúblicas bálticas. La independencia de Estonia, Letonia y Lituania, reclamada por las tres repúblicas ya antes del golpe de Estado y respaldada por el resultado de referéndums irreprochables el anterior mes de marzo, fue reconocida en septiembre por la todavía existente URSS.

Trin (Katrin), una de las tres compañeras estonias de mi hija, vivió con mucha euforia la noticia de la independencia. Había ido a Italia sin estar inscrita en el curso y, lógicamente, sin beca. Regularizó su situación administrativa en Siena misma, y dormía en un colchón en la habitación de sus dos compatriotas, que sí tenían beca. Las chicas estudiantes solían cenar juntas y cocinar por “turnos nacionales”: las francesas prepararon unas quiches, las españolas tortillas de patatas. Las estonias no cenaban con las demás, con la excusa de que no tenían hambre. Un día se supo que a lo único que podían aspirar con el dinero que reunían entre las tres era a hervir espaguetis y tomárselos tal cual, sin ningún tipo de salsa ni acompañamiento. Y sí, tenían un hambre feroz.

Las demás las tomaron bajo su protección, y desde entonces tomaron parte en las cenas colectivas, como invitadas especiales. Como Trin quería venir a España a aprender también el idioma, le pagamos desde Barcelona el viaje en tren junto a mi hija (hasta Siena había llegado haciendo autostop).

Convivimos varios días en Barcelona y en La Garriga. Trin disfrutó mucho del sol y de la comida. Solo había dos cosas que se negaba en redondo a comer: col y salchicha ahumada. «De eso ya como todos los días en Tallinn.»

Hablamos mucho de la independencia y de los rusos. Nadie entienda que defiendo nada al evocar estos recuerdos, siempre pensé que Trin estaba equivocada en muchas cuestiones y que tenía unos prejuicios nacionalistas excesivos, pero esa es solo mi opinión contra la suya.

En Estonia había muchos asentamientos de licenciados del Ejército ruso, que tenían pensiones magníficas y miraban por encima del hombro a la población local. El primer gobierno independiente les desposeyó de la ciudadanía estonia. Eso nos pareció una barbaridad, pero Trin defendía la medida. Nunca se habían sentido estonios, decía; eran una clase privilegiada económicamente, que imponía su lengua y sus costumbres. No merecían nada.

Trin trabajaba como administrativa en el Ayuntamiento de Tallinn y estudiaba lenguas porque su expectativa vital era conseguir un puesto en una embajada de un país mediterráneo y montarse la existencia lejos de su amado país. Tal vez encontraría a un italiano o un español como marido, no quería ni pensar en un estonio y menos aún ─claro─ en un ruso.

Le pregunté por la viabilidad de un Estado tan pequeño, con una agricultura y una industria casi de subsistencia, sin turismo, y con los esquistos bituminosos como única riqueza minera. Dijo que eso no tenía importancia para ellos, estaban acostumbrados a la pobreza. (En 1993, primeros datos después de la independencia, el PIB por habitante estonio era de 3040 $; el español estaba, ese mismo año, en 13.650 $).

En relación con el sentimiento común de los estonios hacia los rusos, Trin nos contó el siguiente chiste:

Un tren descarriló. El inspector preguntó al maquinista cómo había ocurrido el accidente. “Había un ruso en mitad de la vía”, contestó el maquinista. “¿Solo eso, un puto ruso? Haberle pasado por encima.” “Lo intenté, explicó el maquinista, pero el muy cabrón se echó a un lado.”

Algo más supimos de ella en los años siguientes. Se había casado con un estonio, seguía trabajando en Tallinn, tenía dos hijos, y el sueño de un puesto en una embajada en el Sur parecía desvanecido. Su dieta habitual seguía siendo la col hervida y la salchicha ahumada.