Vista aérea de los llamados Cuernos
de Hattin (Fuente: Biblewalks.com)
He releído el
capítulo de la “Historia de las Cruzadas” de Steven Runciman (Alianza Editorial
1973, versión de Germán Bleiberg) para refrescar mi memoria acerca de la
batalla de los Cuernos de Hattin, que marcó el final del reino cristiano de
Jerusalén y el inicio de la larguísima hegemonía del Islam en el área del
Mediterráneo oriental y Siria.
Los antecedentes se
remontan a finales de 1186, cuando el caballero francés Reinaldo de Châtillon
rompe deliberadamente una tregua acordada entre el rey Guido de Lusignan y el
sultán Saladino, y asalta una caravana de mercaderes egipcios, en la que
viajaba al parecer la hermana de Saladino. Reinaldo había favorecido la
elección de Guido como rey de Jerusalén, en perjuicio de Raimundo de Trípoli. Saladino
envía embajadores que reclaman la libertad de los presos y una indemnización
por las mercancías robadas, y Guido ordena a Reinaldo que acceda a esas
peticiones a fin de mantener la paz; pero Reinaldo decide hacer caso omiso.
La tregua no se
rompe de momento. Sin embargo, Saladino reúne un gran ejército y en la primavera
de 1187 algunas de sus tropas cruzan (con permiso expreso) el río Jordán. Cerca
del poblado de Cresson, Gerard de Ridefort, maestre del Temple, decide por su
cuenta atacar con una cuarentena de sus monjes-militares a un nutrido destacamento
de mamelucos que efectuaba un reconocimiento cerca de Nazaret (estamos en la
Palestina de Jesús, la Tierra Santa). La cosa acaba más o menos como lo de
Custer en el Little Big Horn, aunque en este caso Gerard puede escapar (es casi
el único) de la quema. Muere en la refriega Jaime de Mailly, maestre de la
Orden del Hospital; Gerard le había acusado de cobarde por no querer atacar a
un grupo tan numeroso de guerreros sarracenos.
Dando la tregua por
rota, Saladino se apodera de la ciudad de Tiberiades y pone sitio a la
fortaleza, defendida por Eschiva de Bures, la esposa del barón Raimundo.
La noticia llega a
Acre, donde se encuentran el rey y las jerarquías del Temple y del Hospital. Guido
consigue reunir un ejército casi tan formidable como el de Saladino, pero mientras
tanto ha llegado el verano a un territorio árido y reseco.
El ejército cruzado
acampa en Sephoria, a solo seis leguas de Tiberiades, un lugar en alto con agua
y césped en abundancia. En el consejo de guerra celebrado allí, Raimundo defiende
la opción de atrincherarse y esperar a Saladino, contando con la ventaja del
terreno. Pero llega en ese momento un mensajero enviado por Eschiva, sitiada,
solicitando socorro urgente. Saladino ha dejado pasar al mensajero sin
interceptarlo: sus espías le han informado de las dudas y las divisiones en el
ejército cristiano.
Raimundo convence al
consejo de que es preferible perder la fortaleza y a su propia esposa, a perder el
reino intentando un rescate arriesgado. El rey Guido se manifiesta de acuerdo
con él, pero esa noche el maestre del Temple le visita en su tienda. «Sire, le
dice, estáis dispuesto a confiar en un traidor?»
Palabras mayores.
Guido tiene ese tipo de temperamento que lleva a hacer caso del último en
hablar. Así pues el ejército se pone en marcha contra la opinión de Raimundo, por
un terreno calcinado. Acompaña a la hueste, sin embargo, una garantía
inmejorable: se ha pedido al obispo de Acre que acuda con la Vera Cruz (fuera
esta en realidad lo que fuere, en esa cuestión no entro), y esta es paseada por
los escenarios por los que había transcurrido la vida mortal de Cristo. Si se pelea
en Tierra Santa y con la Vera Cruz por estandarte, ¿qué puede fallar?
El camino de
descenso al lago sigue una pendiente pronunciada entre dos elevaciones llamadas
los Cuernos de Hattin. En ese lugar esperan los mamelucos de Saladino. El ejército
cristiano acampa el 3 de julio en un altiplano en el que teóricamente hay un
pozo de agua potable, pero lo encuentran seco. La noche es una pesadilla, los
cruzados sedientos oyen las bromas y las carcajadas de los musulmanes, que banquetean
algo más abajo sin que les falte de nada. Por la mañana del día 4, Saladino
ordena prender fuego a la maleza para que el humo reseque aún más las gargantas
de los cristianos.
Los cruzados
intentan abrirse paso hacia el agua del lago. Raimundo, como señor feudal de
las tierras en las que se encuentran, manda la vanguardia y carga al frente de
la caballería pesada, pero los mamelucos se limitan a apartarse, dejar pasar a
los jinetes en tromba, y cerrar de nuevo las filas. Ahora, si la caballería quisiera
cargar en sentido inverso, sería en la dirección contraria al agua, cuesta arriba y con
los caballos exhaustos y sedientos.
La batalla que
siguió acabó en un desastre para los cristianos. Entre los supervivientes que hubieron
de rendir sus armas sin condiciones estaban el rey, el maestre del Temple Gerard de Ridefort, y Reinaldo de Châtillon. Saladino dio de beber agua con hielo de
su propia copa al rey Guido y le aseguró que no debía temer nada de él: «Un rey
no mata a otro rey.» A Reinaldo lo insultó primero y lo decapitó de inmediato, ahí mismo,
con un voleo de su alfanje. Luego ordenó pedir un rescate elevado por el rey y
los nobles capturados, y ejecutar in situ a todos los monjes templarios y
hospitalarios. La Vera Cruz fue arrastrada por el polvo, tirada por dos
caballos, para regocijo de la tropa.
Raimundo y sus
caballeros pudieron refugiarse en Tiro después de una penosa retirada. En una
carta guardada en el archivo de la orden de los hospitalarios se cifran en 1000
los caballeros muertos, por unos 200 que consiguieron escapar o fueron
rescatados.
Las cifras de
muertos de la infantería y las tropas auxiliares no constan en ese escrito. Sin embargo, esos contingentes debieron ser decisivos en el resultado de la batalla. Runciman señala en un Apéndice: «Los caballeros
cristianos iban mejor armados que cualquier soldado musulmán, pero la
caballería ligera musulmana se hallaba probablemente mejor equipada que los
turcópolos y la infantería igual de bien o mejor que la cristiana.»
Hattin es hoy una
página olvidada de la Historia Universal. Olvidada a conciencia, porque es un
contraejemplo de la lección ejemplar que siempre desean extraer del desarrollo
de la Historia sus ganadores designados. Salieron malparados en la ocasión la
Religión triunfante, la Providencia divina, y sobre todo los “pueblos
elegidos”, los “destinos manifiestos” y las teorías supremacistas.
Además, la herida de
Hattin sigue abierta. La Noche Triste de Tenochtitlán se vio compensada casi de
inmediato en Otumba; los nombres ominosos de Hiroshima y Nagasaki borraron la afrenta
sufrida por la civilización occidental en Pearl Harbour. Pero el curso posterior de las Cruzadas, desde la inmediata
del rey Ricardo Corazón de León hasta la última del rey San Luis, ratificó una
y otra vez el signo de aquella batalla en todos sus extremos; y aún es la hora
en que Palestina y Siria siguen marginadas de la ecúmene cristiana occidental.