miércoles, 10 de junio de 2020

LA LECCIÓN DE HATTIN



Vista aérea de los llamados Cuernos de Hattin (Fuente: Biblewalks.com)



He releído el capítulo de la “Historia de las Cruzadas” de Steven Runciman (Alianza Editorial 1973, versión de Germán Bleiberg) para refrescar mi memoria acerca de la batalla de los Cuernos de Hattin, que marcó el final del reino cristiano de Jerusalén y el inicio de la larguísima hegemonía del Islam en el área del Mediterráneo oriental y Siria.

Los antecedentes se remontan a finales de 1186, cuando el caballero francés Reinaldo de Châtillon rompe deliberadamente una tregua acordada entre el rey Guido de Lusignan y el sultán Saladino, y asalta una caravana de mercaderes egipcios, en la que viajaba al parecer la hermana de Saladino. Reinaldo había favorecido la elección de Guido como rey de Jerusalén, en perjuicio de Raimundo de Trípoli. Saladino envía embajadores que reclaman la libertad de los presos y una indemnización por las mercancías robadas, y Guido ordena a Reinaldo que acceda a esas peticiones a fin de mantener la paz; pero Reinaldo decide hacer caso omiso.

La tregua no se rompe de momento. Sin embargo, Saladino reúne un gran ejército y en la primavera de 1187 algunas de sus tropas cruzan (con permiso expreso) el río Jordán. Cerca del poblado de Cresson, Gerard de Ridefort, maestre del Temple, decide por su cuenta atacar con una cuarentena de sus monjes-militares a un nutrido destacamento de mamelucos que efectuaba un reconocimiento cerca de Nazaret (estamos en la Palestina de Jesús, la Tierra Santa). La cosa acaba más o menos como lo de Custer en el Little Big Horn, aunque en este caso Gerard puede escapar (es casi el único) de la quema. Muere en la refriega Jaime de Mailly, maestre de la Orden del Hospital; Gerard le había acusado de cobarde por no querer atacar a un grupo tan numeroso de guerreros sarracenos.

Dando la tregua por rota, Saladino se apodera de la ciudad de Tiberiades y pone sitio a la fortaleza, defendida por Eschiva de Bures, la esposa del barón Raimundo.

La noticia llega a Acre, donde se encuentran el rey y las jerarquías del Temple y del Hospital. Guido consigue reunir un ejército casi tan formidable como el de Saladino, pero mientras tanto ha llegado el verano a un territorio árido y reseco.

El ejército cruzado acampa en Sephoria, a solo seis leguas de Tiberiades, un lugar en alto con agua y césped en abundancia. En el consejo de guerra celebrado allí, Raimundo defiende la opción de atrincherarse y esperar a Saladino, contando con la ventaja del terreno. Pero llega en ese momento un mensajero enviado por Eschiva, sitiada, solicitando socorro urgente. Saladino ha dejado pasar al mensajero sin interceptarlo: sus espías le han informado de las dudas y las divisiones en el ejército cristiano.

Raimundo convence al consejo de que es preferible perder la fortaleza y a su propia esposa, a perder el reino intentando un rescate arriesgado. El rey Guido se manifiesta de acuerdo con él, pero esa noche el maestre del Temple le visita en su tienda. «Sire, le dice, estáis dispuesto a confiar en un traidor?»

Palabras mayores. Guido tiene ese tipo de temperamento que lleva a hacer caso del último en hablar. Así pues el ejército se pone en marcha contra la opinión de Raimundo, por un terreno calcinado. Acompaña a la hueste, sin embargo, una garantía inmejorable: se ha pedido al obispo de Acre que acuda con la Vera Cruz (fuera esta en realidad lo que fuere, en esa cuestión no entro), y esta es paseada por los escenarios por los que había transcurrido la vida mortal de Cristo. Si se pelea en Tierra Santa y con la Vera Cruz por estandarte, ¿qué puede fallar?

El camino de descenso al lago sigue una pendiente pronunciada entre dos elevaciones llamadas los Cuernos de Hattin. En ese lugar esperan los mamelucos de Saladino. El ejército cristiano acampa el 3 de julio en un altiplano en el que teóricamente hay un pozo de agua potable, pero lo encuentran seco. La noche es una pesadilla, los cruzados sedientos oyen las bromas y las carcajadas de los musulmanes, que banquetean algo más abajo sin que les falte de nada. Por la mañana del día 4, Saladino ordena prender fuego a la maleza para que el humo reseque aún más las gargantas de los cristianos.

Los cruzados intentan abrirse paso hacia el agua del lago. Raimundo, como señor feudal de las tierras en las que se encuentran, manda la vanguardia y carga al frente de la caballería pesada, pero los mamelucos se limitan a apartarse, dejar pasar a los jinetes en tromba, y cerrar de nuevo las filas. Ahora, si la caballería quisiera cargar en sentido inverso, sería en la dirección contraria al agua, cuesta arriba y con los caballos exhaustos y sedientos.

La batalla que siguió acabó en un desastre para los cristianos. Entre los supervivientes que hubieron de rendir sus armas sin condiciones estaban el rey, el maestre del Temple Gerard de Ridefort, y Reinaldo de Châtillon. Saladino dio de beber agua con hielo de su propia copa al rey Guido y le aseguró que no debía temer nada de él: «Un rey no mata a otro rey.» A Reinaldo lo insultó primero y lo decapitó de inmediato, ahí mismo, con un voleo de su alfanje. Luego ordenó pedir un rescate elevado por el rey y los nobles capturados, y ejecutar in situ a todos los monjes templarios y hospitalarios. La Vera Cruz fue arrastrada por el polvo, tirada por dos caballos, para regocijo de la tropa.

Raimundo y sus caballeros pudieron refugiarse en Tiro después de una penosa retirada. En una carta guardada en el archivo de la orden de los hospitalarios se cifran en 1000 los caballeros muertos, por unos 200 que consiguieron escapar o fueron rescatados.

Las cifras de muertos de la infantería y las tropas auxiliares no constan en ese escrito. Sin embargo, esos contingentes debieron ser decisivos en el resultado de la batalla. Runciman señala en un Apéndice: «Los caballeros cristianos iban mejor armados que cualquier soldado musulmán, pero la caballería ligera musulmana se hallaba probablemente mejor equipada que los turcópolos y la infantería igual de bien o mejor que la cristiana.»

Hattin es hoy una página olvidada de la Historia Universal. Olvidada a conciencia, porque es un contraejemplo de la lección ejemplar que siempre desean extraer del desarrollo de la Historia sus ganadores designados. Salieron malparados en la ocasión la Religión triunfante, la Providencia divina, y sobre todo los “pueblos elegidos”, los “destinos manifiestos” y las teorías supremacistas.

Además, la herida de Hattin sigue abierta. La Noche Triste de Tenochtitlán se vio compensada casi de inmediato en Otumba; los nombres ominosos de Hiroshima y Nagasaki borraron la afrenta sufrida por la civilización occidental en Pearl Harbour. Pero el curso posterior de las Cruzadas, desde la inmediata del rey Ricardo Corazón de León hasta la última del rey San Luis, ratificó una y otra vez el signo de aquella batalla en todos sus extremos; y aún es la hora en que Palestina y Siria siguen marginadas de la ecúmene cristiana occidental.