Paul Gauguin, ‘Mata Mua’ (Museo
Nacional Thyssen-Bornemisza)
Una muchacha vestida de
blanco toca la flauta, en primer plano; otra, sentada a su lado, la escucha; a
la izquierda, más lejos y detrás de un gran árbol recto, tres muchachas más bailan
delante de una gran mole pétrea maciza que ─se nos informa en el catálogo─ representa a Hina, la
diosa tahitiana de la Luna. Unas montañas se despliegan como telón de fondo de la
escena.
Mata Mua (“Érase una vez”) es el título de una composición de
Paul Gauguin, propiedad de la baronesa Thyssen, que ahora desea venderla porque
su cash le resulta escaso en
proporción a sus necesidades, que no son ciertamente las de usted y las mías.
Bueno. No es una
gran tragedia, tal como están las cosas. Tienen ustedes la pintura sobre estas
líneas, y la tendrán igualmente si alguien provisto de fondos suficientes paga
a la baronesa lo que la baronesa demanda. Lo que están viendo es una
reproducción, y no el original. ¿Tiene eso tanta importancia en nuestra era
tecnológica?
Hace años, a
alguien se le ocurrió una encuesta de calle: “En el supuesto de un incendio
devorador en el Museo del Prado, ¿qué cuadro salvaría usted?”
Las respuestas se
polarizaban en torno a un puñado de obras “imprescindibles”. Me parece dudoso
el concepto de la imprescindibilidad en ese marco mental. Yo habría contestado
que salvar una obra sola de un museo tan grande, es lo mismo que no salvar
ninguna.
Ahora que han
dinamitado los Budas de Bamiyán y el templo de Palmira; ahora que el fuego ha fundido
la aguja de Notre Dame de París; ahora que tantas obras de arte “únicas e
irrepetibles” aparecen solo como repeticiones virtuales en un “museo” archivado
en el disco duro del ordenador y visitable a voluntad, es quizás la hora de
encogernos de hombros ante los apuros financieros de la baronesa Thyssen y
sentarnos a releer La obra de arte en la
época de su reproducción mecánica, de Walter Benjamin.
Después, en algún
momento de vacío existencial, de vague à
l’âme et de mélancholie, podremos detenernos a pensar en el busto de
Abderramán III retirado de una localidad zaragozana por iniciativa de un
concejal de Vox; en la estatua de Hernán Cortés pisando la cabeza de un indio
que han manchado de rojo en Medellín; en el destino del monumento al negrero marqués
de Comillas que estaba frente al edificio de Correos en Barcelona, y en el destino
paralelo que tal vez espera a la estatua de Cristóbal Colón en el puerto de la misma
ciudad, que Jésica Albiach propone desmontar por su simbolismo genocida.
En el mundo tan
chiquito y esquinado, tan incómodo, que nos va quedando, asistimos al crecimiento
de una nueva iconoclastia. Según una determinada corriente de opinión, no tendría
sentido conservar reverencialmente los símbolos pertenecientes a aquel otro
mundo que “érase una vez”, al mundo “grande y terrible” al que se refirió
Gramsci.