domingo, 14 de junio de 2020

ÉRASE UNA VEZ EN TAHITÍ



Paul Gauguin, ‘Mata Mua’ (Museo Nacional Thyssen-Bornemisza)


Una muchacha vestida de blanco toca la flauta, en primer plano; otra, sentada a su lado, la escucha; a la izquierda, más lejos y detrás de un gran árbol recto, tres muchachas más bailan delante de una gran mole pétrea maciza que ─se nos informa en el catálogo─ representa a Hina, la diosa tahitiana de la Luna. Unas montañas se despliegan como telón de fondo de la escena.

Mata Mua (“Érase una vez”) es el título de una composición de Paul Gauguin, propiedad de la baronesa Thyssen, que ahora desea venderla porque su cash le resulta escaso en proporción a sus necesidades, que no son ciertamente las de usted y las mías.

Bueno. No es una gran tragedia, tal como están las cosas. Tienen ustedes la pintura sobre estas líneas, y la tendrán igualmente si alguien provisto de fondos suficientes paga a la baronesa lo que la baronesa demanda. Lo que están viendo es una reproducción, y no el original. ¿Tiene eso tanta importancia en nuestra era tecnológica?

Hace años, a alguien se le ocurrió una encuesta de calle: “En el supuesto de un incendio devorador en el Museo del Prado, ¿qué cuadro salvaría usted?”

Las respuestas se polarizaban en torno a un puñado de obras “imprescindibles”. Me parece dudoso el concepto de la imprescindibilidad en ese marco mental. Yo habría contestado que salvar una obra sola de un museo tan grande, es lo mismo que no salvar ninguna.

Ahora que han dinamitado los Budas de Bamiyán y el templo de Palmira; ahora que el fuego ha fundido la aguja de Notre Dame de París; ahora que tantas obras de arte “únicas e irrepetibles” aparecen solo como repeticiones virtuales en un “museo” archivado en el disco duro del ordenador y visitable a voluntad, es quizás la hora de encogernos de hombros ante los apuros financieros de la baronesa Thyssen y sentarnos a releer La obra de arte en la época de su reproducción mecánica, de Walter Benjamin.

Después, en algún momento de vacío existencial, de vague à l’âme et de mélancholie, podremos detenernos a pensar en el busto de Abderramán III retirado de una localidad zaragozana por iniciativa de un concejal de Vox; en la estatua de Hernán Cortés pisando la cabeza de un indio que han manchado de rojo en Medellín; en el destino del monumento al negrero marqués de Comillas que estaba frente al edificio de Correos en Barcelona, y en el destino paralelo que tal vez espera a la estatua de Cristóbal Colón en el puerto de la misma ciudad, que Jésica Albiach propone desmontar por su simbolismo genocida.

En el mundo tan chiquito y esquinado, tan incómodo, que nos va quedando, asistimos al crecimiento de una nueva iconoclastia. Según una determinada corriente de opinión, no tendría sentido conservar reverencialmente los símbolos pertenecientes a aquel otro mundo que “érase una vez”, al mundo “grande y terrible” al que se refirió Gramsci.