Erika Bornay, amiga
de facebook, me plantea con la imagen que aparece sobre estas líneas un enigma
curioso. Paso a limpio aquí las impresiones que me produjo ayer el cuadro,
guardado en el Clark Art Institute de Williamson, Massachusetts, donde está catalogado
como “Músico con lira da braccio”, de autor desconocido, c. 1510-20.
No soy experto en
instrumentos musicales, pero una rápida búsqueda en Google me muestra que la
representación de esta viola de brazo es correcta, incluidas las cuerdas excéntricas
que descienden por el lado derecho del mástil.
He buscado asimismo
el sitio del Clark Institute, y no he encontrado mención de esta pintura. No es
la joya de la corona, no está incluida en la serie de reproducciones de obras
reconocibles de artistas prestigiosos.
He de reducirme,
entonces, a lo que veo. El joven retratado aparece enmarcado en una abertura
cuadrada detrás de la cual solo hay oscuridad. El joven, además, está colocado
del “lado de allá” de esa especie de puerta. Su disposición es muy semejante a
la de relieves funerarios helénicos que he visto, por ejemplo, en el Museo
Arqueológico o en el Keramikós de Atenas. En ellos aparece ese mismo marco que
separa el mundo de “acá” (el del espectador) y el de “allá”. El retratado sigue
en los asuntos que le ocupaban acá, pero está ya, inexorablemente, en el otro
lado.
La viola podría ser
tan solo un símbolo, y no una indicación del oficio del joven. Hay una cuerda
rota, que cuelga lacia en la parte baja. La disposición del instrumento y el
gesto del ejecutante indican, no que toca, sino que ha dejado de tocar.
Añado el limón, o
fruto similar, que aparece a la derecha, en la divisoria de los dos mundos. Por
el tamaño y el color, parece un fruto no llegado a la sazón. Si esa impresión
es correcta, se trata de una modesta alegoría que refuerza el carácter funeral del
retrato.
Y luego están la
mirada perdida del joven, su palidez, los tonos fríos de su ropaje suntuoso. Me
trajo a la memoria de inmediato el “Retrato de un gentilhombre en su estudio”,
de Lorenzo Lotto, una composición bastante más compleja pero en la que
advertimos la misma palidez, el mismo ensimismamiento y un ropaje de un azul
similar, de un modelo innominado de caballero en el que Manuel Mújica Laínez
quiso ver al duque Pier Francesco Orsini, en su novela Bomarzo. (La atribución es inverosímil dadas las fechas; Pier
Francesco nació en 1512, Lorenzo pintó su cuadro en 1527. No debería
descuidarse además la presencia, sobre el mantel azul, de una lagartija, probablemente una alusión discreta al inframundo, que tendría la misma función del limón del antepecho en
el cuadro del joven músico.)
Comentaba ayer la “pasión
fría” de la composición. Es un retrato con el que alguien, presumiblemente la
cliente que contrató la obra, quiso guardar el recuerdo de un muerto querido.
He fantaseado con el hecho incierto de que también quien lo pintó tenía un
fuerte sentimiento de atracción y de pérdida en relación con ese joven
encantador y distraído.
He pensado en la
posibilidad de una mujer pintora. Las mujeres son con demasiada frecuencia invisibles
en la historia del arte. Pasado un siglo de la aparición de una obra, los
marchantes comercian con ella en función del rendimiento que pueden obtener. Por
razones absurdas pero aún vigentes, la pintura de una mujer no cotiza igual que
la de un maestro consagrado. El anonimato de esta y de otras obras considerables
puede ser debido a esa razón. Un retrato, por ejemplo, obra casi con total
seguridad de Sofonisba Anguissola, La
dama del armiño, sigue adjudicándose hoy en día mayoritariamente al Greco. Las
cosas son así, y no es previsible que cambien mucho a corto plazo.