Ciudad de Panamá, tan cerca del
corazón de nuestras mayores fortunas.
Por supuesto, estoy
a favor de un impuesto que grave con un porcentaje mayor las grandes fortunas.
No un impuesto especial, transitorio, particular para una época de crisis
económica aguda; sino un impuesto normal, bien asentado en un edificio fiscal
coherente que permita una redistribución más eficaz de la riqueza generada en la
sociedad, más adecuada que el reparto tramposo que promueve la así llamada “lógica”
de los mercados.
Por supuesto, eso
nos aproximaría a países serios ─no necesariamente “frugales”, signifique eso
lo que signifique─ que luchan desde una fiscalidad progresiva contra la
perversión del “efecto Mateo”, llamado así por una parábola de Jesús bastante
desconcertante, que resume el Evangelista del modo siguiente: a quienes más
poseen, tanto más les será dado, y a quienes tienen poco y no consiguen hacerlo
fructificar, les será quitado incluso lo poco que tienen, y se verán arrojados
a las tinieblas exteriores.
Me atrevo a
sostener, sin embargo, que la resolución por ley o decreto-ley de esta grave
cuestión, en esta circunstancia concreta, no tendría grandes consecuencias desde
el punto de vista recaudatorio, y tampoco aportaría una igualación perceptible de
las rentas de las personas físicas.
La razón es que la
fortuna de los grandes patrimonios no es abarcable con los instrumentos
contables habituales. No es cuestión de utilizar la regla de tres y concluir:
tanto tienes, luego tanto debes pagar. Estamos muy lejos de ese desiderátum.
Las grandes fortunas están colocadas en sociedades interpuestas que presentan
sin excepción balances de pérdidas; en sicavs (sociedades de inversión de
capital variable) que la ley permite que tengan un curso subterráneo durante
largos años de modo que sus fondos solo son gravados cuando finalmente afloran
(por lo general como patrimonio en una herencia, y no es casual que nuestras derechas
ricachonas aborrezcan el impuesto al patrimonio); y en otros instrumentos
delicados de ingeniería financiera especializados en el arte de birlibirloque.
Por eso no creo que
sea una prioridad esencial en este momento una ley que sería justa y benéfica, sí,
pero poco útil en tanto no se desbroce un poco la selva jurídica en la que se
ocultan y mimetizan los capitales de las grandes fortunas. Cada cosa a su tiempo.
Primero levantar la liebre, luego disparar (me excuso ante los animalistas por
esta metáfora cinegética cruel; espero que comprendan que me refiero a otras “liebres”
mucho menos inocentes).
Llamo la atención
del personal, en cambio, sobre algunas de las cláusulas contenidas en el II
ASDE. Porque puede parecer que hasta que no se haya hecho todo, no se ha hecho
nada aún. Y no es cierto.
La patronal
bancaria ha puesto el grito en el cielo contra la cláusula que impide repartir
dividendos a las sociedades beneficiarias de ayudas del Estado. El sentido de
la norma es claro: las ayudas a las empresas son para reconstruir la producción
de riqueza, no para que el accionista siga cobrando su cuota como si nada hubiera
sucedido. Si hay crisis, la hay para todos, para el empleado y para el
capitalista. El dinero que se adelanta para que el trabajador no pierda su
empleo, no debe ser utilizado para que se siga lucrando el accionista mientras
los demás padecen.
Esta es una forma parcial,
pero muy concreta, de gravar a las grandes fortunas. También se está impidiendo
la recompra de acciones a las sociedades (empresas) solicitantes de ayudas. La recompra
es una forma de distribución de dividendos sui generis. La sociedad en cuestión
compra a sus grandes accionistas un paquete voluminoso de acciones con una sobreprima,
y se la revende de inmediato, a veces en cuestión de escasos segundos, por el
precio normal de mercado. En un abrir y cerrar de ojos, el gran accionista
mantiene su misma posición en el capital social de la empresa, y se ha lucrado
de bóbilis con el sobreprecio pagado por la empresa en su recompra efímera.
La práctica de la
recompra es “legal”, quiere decirse que no está perseguida (aún) por la
autoridad fiscal, pero es indecente porque no premia ninguna generación de
riqueza, ningún beneficio real; más aún, si la empresa que la practica desvía ayudas financieras
destinadas a la reconstrucción económica para premiar a su más selecto grupo de
accionistas.
Tampoco podrán, las
empresas solicitantes de ayudas para la producción, externalizar procesos
productivos mientras tienen trabajadores en los ERTE que más adelante , pasada la
pandemia, tendrán otra sigla distintiva, ETOP. En efecto, si una parte de la
plantilla está en la nevera, cobrando del Estado, no es de recibo que la
empresa subcontrate fuerza de trabajo por otro lado. La idea detrás de la norma
es salir de esta crisis todos juntos, sin trampas ni zancadillas por medio. La misma
lógica sigue la idea de prohibir las horas extraordinarias “estructurales”, en
estas condiciones.
Todas ellas son
condiciones para una “nueva normalidad” que apuntan a un cambio de paradigma
productivo, y a un welfare
(bienestar) distinto del de antes y mejor adaptado a las nuevas condiciones del
trabajo y de la producción; y son asimismo derogaciones en los hechos de normas
de las famosas “reformas” laborales que tan contentos pusieron a los ricos
después del anterior desplome económico.
Se está configurando
una salida de la crisis que no va a ser la salida de unos a costa de otros. Que
nadie diga que el gobierno y los sindicatos no están haciendo “nada”. Es mentira,
y además decirlo es abiertamente reaccionario.