El profeta Jeremías y yo de
charleta, en el pórtico de la abadía de Moissac.
Es verdad que nadie
supo ver venir el tsunami del covid y las dimensiones que adquiriría. Ni la
primera ola, ni la segunda. Cuidado, nadie puede poner la mano en el fuego de
que no vengan detrás una tercera y una cuarta. El futuro no está en los
escritos, y menos aún en los algoritmos, que solo registran lo que ha ocurrido y
estudian los inputs desde la suposición de que lo que viene será más o menos
igual a lo anterior. Así se profetizó el fin de la Historia. Lo hizo un piernas
que se ha hecho famoso como profeta a partir de esa profecía monumentalmente
errónea.
Jorge Manrique
sentenció: «Si juzgamos sabiamente, daremos lo no venido por pasado.» No le
crean a pies juntillas, él estaba pensando en otra cosa, en leyes naturales que
sí son inmutables y es vanidad pretender ignorar. Escuchen en cambio a
Heráclito: «Si no esperas lo inesperado, no
lo reconocerás cuando llegue, porque es misterioso e indescifrable.»
Heráclito tiene razón. Y como
es imposible esperar lo inesperado, dada su condición de indescifrable, lo
único sensato es prevenir el futuro a partir de la seguridad siempre precaria
de disponer de una capacidad de reacción suficiente contra las contingencias.
Eso es, definido en una sola frase, el verdadero progreso.
Y eso es justamente lo que no
se ha hecho en este país después de la primera oleada del covid, y lo que
tampoco se está haciendo ahora que la segunda ha superado ya las dimensiones de
la primera. No se ha progresado, no se ha invertido en la prevención de lo inesperado
sino en preparativos para un retorno precipitado, cuanto más deprisa mejor, al terreno
conocido de lo esperable.
Se toman los contagios como una
anomalía en relación con una normalidad descrita por los algoritmos a partir de
los inputs almacenados en años pasados. “La pandemia pasará”, dicen los
entendidos. “Fijo que llegará una vacuna”. Lo que se prepara, entonces, es la “normalidad”
de una post pandemia en la que las cosas volverán a ser tranquilizadoramente como
antes, y habrá que preocuparse por hacer crecer el PIB y por atender con esmero
al turismo de masas que volverá a abarrotar nuestras costas y a consumir copas
tardías en los bares after hours. Se
piensa en una post pandemia en la que volverán a sobrar camas de hospital y los/las
profesionales de la medicina y los cuidados se verán obligados/as a emigrar
para buscarse la vida porque este país volverá a ser el mejor de los mundos, la
maravillosa tierra de Oz solchaguiana donde quien no se enriquece es porque no
quiere.
Jeremías, un bloguero de época
antigua, fue perseguido de forma implacable por los reyes de Judá. Joaquim hizo
quemar su libro, primero, y Sedecías le condenó a muerte después, debido a que
anunciaba el sometimiento inminente del país a las naciones del Norte (los
babilonios), debido a la mala política. Nabucodonosor hizo finalmente buenos
los pronósticos de Jeremías al invadir Israel, y desde entonces se tiene a este último por profeta
inspirado por Dios.
No sé si eventos tan arcaicos
están incluidos en los inputs que definen las expectativas de nuestros mercados
globales, pero el paralelismo con nuestra situación actual es llamativo. Nuestras
autonomías ultraliberales siguen emperradas en no invertir donde sería
necesario, lapidan desde los medios de desinformación a quienes anuncian calamidades,
y reclaman del Estado al que aborrecen el maná abundante que precisan para seguir
en los mismos asuntos en los que estaban.
Jeremías y yo avisamos: el
socavón crecerá aún más si no se aplica, en lugar de parches Sor Virginia, un
remedio sustancial y sostenible a largo plazo.
Palabra de ¿Dios?