La Mola, vista desde
Matadepera.
El ascenso del
pequeño municipio barcelonés de Matadepera, en el Vallés Occidental, al primer
lugar del ranking de la renta por habitante en España, no pasa de la categoría
de anécdota. Sus habitantes no nadan en oro. El salto que ha dado (de 55.579 €
del año anterior, a 218.788 en 2018, récord absoluto de toda la serie) se debe, según leo en La Vanguardia, a una única operación financiera, la venta de una empresa de juego a un gigante
estadounidense. La empresa tampoco estaba radicada en la población, es su ya ex
propietario quien tiene allí su primera residencia. Todo se reduce a una
estadística, y muy probablemente en el listado de 2019 Matadepera regresará a
posiciones rentistas destacadas, sí, pero no punteras. Ni comparación con la madrileña
Pozuelo, que ha debido conformarse con el segundo lugar (79.506 €, que no están
nada mal) a pesar de subir un 9%.
La reflexión apunta
en otra dirección; no son las cifras escuetas lo significativo, sino el hecho
de que las grandes fortunas ─o, por lo menos, los grandes contribuyentes─
tienen sus hermosas residencias principales, en las que quizá residen tan solo
una porción marginal de su tiempo, en lugares aireados y bien comunicados,
situados en la periferia de las metrópolis.
Ninguna sorpresa. Uno
de los efectos previsibles de la pandemia será con seguridad una incidencia
mayor en la fuga de las fortunas hacia espacios abiertos y soleados, una vuelta
a la naturaleza bien edificada, una especie de retorno a Brideshead.
El país lleva
retraso en ese movimiento migratorio al revés, desde la aglomeración hacia el
vacío. Los tiburones de Wall Street nunca vivieron cerca de Wall Street. Los
plutócratas de la película “Sabrina”, rodada en los años cincuenta del siglo
pasado, vivían en los Hamptons, la franja más cotizada y exclusiva de Long
Island, y el chófer de la familia los trasladaba diariamente al teatro de sus
actividades delictivas. La mansión británica de Brideshead ya ha quedado citada,
la clase alta británica siempre prefirió las grandes propiedades rurales en las
que, entre otras cosas, podían hacer galopar a sus caballos de raza
persiguiendo ─o no─ a un zorro.
El suelo de las metrópolis
es demasiado valioso para vivir en él. Todo lo más merece un pied à terre, para reposar brevemente
después de una conferencia, una sesión de ópera, un cóctel, la presentación de
un libro o un vernissage artístico.
El objeto del deseo de los ricos es un rancho estilo Dallas, con una veranda
adecuada donde sentarse a chafardear, y una servidumbre numerosa y sumisa para
satisfacer con silenciosa celeridad el menor capricho.
Ese comprensible
deseo provoca un sesgo importante en las estadísticas territoriales de la renta
por habitante. Las cifras no indican que en Matadepera se viva mejor que en
Parlavà o en Barcelona, ni que en Pozuelo la gente con la que te cruzas por la
acera vaya a arrugar la nariz al verte. Las estadísticas no alimentan una
fanfarronería de campanario. Todo lo que figura en ellas tiene una explicación.
Basta con saber encontrarla.