Delante de las puertas de la
ciudad.
En la punta
nordeste del Ática, delante de la gran isla de Eubea y separada de ella por un
brazo estrecho de mar y algunos islotes menores, se alza la que fue ciudad-fortaleza
de Ramnunte y es hoy un yacimiento arqueológico tan bello como casi
inaccesible. Desde Atenas no hay ninguna guía práctica que permita llegar hasta
la entrada del yacimiento, salvo un GPS bien actualizado; y desde la taquilla de
la entrada, siguiendo la llamada ‘Tafikí Odos’ o vía de los Sepulcros, hasta su
objetivo final, el visitante se ve sometido a un ajetreo realmente duro.
Lo hicimos ayer dos
“seniors” de postín, Carmen y yo, acompañados por la siguiente generación
familiar. Los nietos se quedaron en Egáleo alegando compromisos impostergables
con sus respectivas amistades.
Carmen junto a las ruinas del
templo de Némesis.
A un lado, en el punto más
alto de la vía de los Sepulcros, se alzan las ruinas del templo de Némesis. Las
historias cuentan que el rey persa Jerjes, cuando llevó a cabo su desembarco en
el Ática, descargó en ese lugar un gran bloque de mármol con la idea de labrar en
él un monumento a la victoria que pensaba cobrarse sobre Atenas, dada ya por
segura habida cuenta de los pronósticos unánimemente favorables de sus
arúspices, similares a nuestras actuales encuestas de opinión.
Las cosas fueron de
otra manera, sin embargo, y los escultores locales aprovecharon los mármoles abandonados
allí para labrar una estatua de Némesis, diosa de la Venganza, que fue muy
alabada por los críticos de arte de la capital.
Desde el templo, el
camino desciende de forma abrupta, en una especie de torrentera, hasta las
puertas de la ciudad. El lugar está muy bien conservado. La vía principal sube entre
diversos grupos de edificaciones hasta un altozano donde se ubican, en tres
escalones sucesivos del terreno, el gimnasio, el ágora-teatro y la acrópolis.
El teatro no tiene gradería; tan solo algunos sitiales alineados, en los que se
sentaban los notables de la ciudad.
Ramnunte contaba
con dos puertos, en realidad dos entrantes de la costa rocosa y abrupta en los
que se podían varar todo lo más cuatro o cinco barcas trirremes. Era bastante,
en aquellos tiempos, para asegurar la vigilancia del estrecho.
La visita fue muy
completa, pero extenuante para mí. La rematamos acercándonos a Halkida, la
ciudad que tiene un barrio en Eubea y otro en el Ática, unidos por dos puentes,
uno relativamente antiguo, levadizo, y el otro colgante y francamente moderno.
El ‘lungomare’ de Halkida, desde la orilla eubea.