Ayuso, Mañueco y Page, de
derecha a izquierda, reunidos en Ávila (foto, ConSalud.es)
Lo que cuentan
Mañueco y Page de su reunión en Ávila con Díaz Ayuso, da que pensar. Se trataba
allí del confinamiento perimetral de las comunidades de Castilla y León, Castilla-La
Mancha y Madrid, que queda encerrada entre las dos anteriores como los
calamares en el bocadillo. La coordinación del bloque geográfico compacto a
efectos de pandemia y el consenso de todas las partes en las medidas eran
condición indispensable para la eficacia del operativo que debía montarse. Page
y Mañueco expusieron sus argumentos y discutieron sobre los procedimientos,
mientras la lideresa madrileña ejercía de convidada de piedra. Solo pidió para
sí misma ser la última en hablar en la rueda de prensa, lo que lógicamente le
fue concedido, tanto por galantería como por el peso de la Comunidad madrileña
en el subconjunto allí reunido.
Acabada la
discusión con acuerdo aparente de las partes, Ayuso fue un momento al baño
antes de la rueda de prensa. No tuvo que explicar nada a nadie, sin duda en su
bolso llevaba alguna chisma (“device” lo llaman en inglés) que permitía la
escucha de lo que se había ido poniendo encima de la mesa, desde algún lugar
remoto. Recibida la oportuna consigna por el móvil, Ayuso procedió
disciplinadamente a reventar el consenso intercomunitario y la rueda de prensa
de paso.
Despuntan nuevas
formas de filibusterismo político. De la máxima buenista “lo importante es
remar juntos en la misma dirección”, se está pasando a “lo esencial es reventar
lo que hacen los otros, aunque hacerlo no sirva para nada”. Trump actúa de ese
modo. La “trumpolítica” es una especie de marca de fábrica de una determinada
forma de hacer, profundamente antidemocrática pero que rinde a las formas de la
democracia el homenaje de la hipocresía.
El gobierno Sánchez
no debe esperar gran cosa, entonces, de posibles consensos con Casado, con
Lesmes o con los cabecillas del “prusés”. El consenso no es un valor político en
sí mismo, porque en sí mismo, es decir desnudo de programa y de objetivos, dibuja
un equilibrio estático que tiende al inmovilismo absoluto, y el inmovilismo es
el oscuro objeto del deseo de quienes detentan posiciones de poder, cualquier clase
de poder. Miren las declaraciones recientes de Felipe González. Ese hombre anhela
─ desesperadamente─ volver al año 1985. Querría que la correlación de fuerzas
fuera la de entonces, que su partido fuera el mismo de entonces, y querría ser
él mismo el que fue y ya no es, el gran timonel que señala el rumbo a seguir.
Lo mismo cabe decir de Aznar, trasladando la fecha correspondiente al año 2000.
Los objetivos de la
política no surgen del consenso entre las corrientes de opinión, nunca, ni en
el más pacífico de los supuestos. Siempre proceden de las expectativas y las
reivindicaciones de los distintos grupos sociales, por lo común confrontados
entre ellos. Las instituciones abandonadas a sí mismas tienden por inercia a
reafirmarse y a perpetuarse. El consenso válido aparece en todo caso después de
fijados sus objetivos por cada partido en cuanto que representante de un bloque
social; y hay que establecerlo, a partir del análisis concreto de cada cuestión
concreta como dejaron dicho nuestros maestros, con los votos eficientes disponibles
en un parlamento. Cualquier otra cosa es palabrería, en el mejor de los casos.
En el caso peor,
nos encontramos con este tipo de torpedeamientos llevados a cabo incluso contra
propuestas de conmilitones (Mañueco) o casi conmilitones (Page). Por nada, sin
objetivo ninguno, de forma gratuita, por simple mala fe.