Pepe Mujica en su casa.
José Alberto Mujica,
Pepe para los amigos, abandona el Senado de Uruguay. “¿De qué le acusan?”, sería
la pregunta inmediata si no conociéramos a la persona de que se trata.
No le acusan de
nada. Ha sido presidente del país, ha cumplido con nota su mandato, su partido
le puso en el Senado, es ya muy mayor (85 años) y tiene que atender el trabajo de
cada día en su hacienda rural: las cosechas, los ordeños, esas cosas. Pepe Mujica
vive en un mundo en el que no existen las puertas giratorias ni las pensiones
vitalicias. Un mundo raro.
Para encontrar un
precedente de una conducta tan estrafalaria, quizá tengamos que remontarnos al
siglo V antes de Cristo. Apurado por la amenaza de los ecuos, que venían sobre
la capital armados hasta los dientes y con las intenciones del Beri, el Senado
romano decidió que el hombre de la situación era Lucio Quincio Cincinato,
general de gran prestigio pero ya retirado de la milicia.
Los representantes enviados
por el Senado encontraron a Cincinato arando un campo, y le ofrecieron allí
mismo el título extraordinario de “dictador”; en otras palabras, pusieron en
sus manos todos los poderes de la república. Cincinato dejó de inmediato sus
tareas, cabalgó para ponerse al frente de la hueste y derrotó a los ecuos en
una campaña relámpago que duró exactamente dieciséis días. Luego dejó a sus
lugartenientes al frente del ejército y corrió a presentarse ante el Senado
para pedir la revocación de sus poderes. “¿Por qué tanta prisa?”, le
preguntaron los senadores. Y él respondió: “Tengo un campo a medio arar.”
Servicio público a
secas, sin prebendas concomitantes. No ha habido muchos Cincinatos en la
historia. Pepe Mujica recoge el testigo con honor, veintiséis siglos más tarde.