Un rastreo riguroso
de las fuentes escritas ha permitido asegurar a un investigador británico que
la primera de las grandes persecuciones de los cristianos, la de Nerón, nunca
existió. Nerón vino a ser víctima de la mala prensa. Fue depuesto por rivales
ambiciosos, ya saben, Tigelino, Vinicio, Galba y los otros, y después del éxito
del impeachment ellos no se recataron
en contar todas las barbaridades que se les ocurrieron sobre el césar caído. No
lo derrocaron por ser un déspota, lo trataron de déspota para justificarse por
haberlo derrocado.
En cuanto a los
cristianos, a Nerón ni siquiera le constaba su existencia. Si echó a alguien a
los leones por el asunto del incendio de Roma, lo hizo "inocentemente", diríamos entre comillas, y en ningún caso como represalia
política.
En el año del
Congreso Eucarístico de Barcelona, y en medio de una fuerte oleada de fervor
religioso, estrenaron Quo vadis? en un
cine situado en la acera de enfrente de la casa de mis abuelos. A mis hermanos
y a mí, que todavía no teníamos acceso a las salas oscuras, nos llamó la
atención la escena pintada para la propaganda en el portal: una muchacha rubia vestida
con una túnica blanca, atada a un palo; un toro furioso lanzado contra ella, y
un forzudo, Ursus, que se interponía entre los dos. La imagen más tópicamente taquillera
en un país donde el elemento taurino ha sido desde siempre la base de la fiesta
nacional.
Pedimos más
información a los mayores sobre el asunto, y la tuvimos. Llenamos un álbum de
cromos casi completo con fotogramas de la película, y Deborah Kerr y Robert
Taylor (al que poco después pudimos ver en Ivanhoe,
lo que aumentó de forma exponencial su cuota de mitificación) entraron en el
santuario de nuestros héroes de celuloide. Entonces mi hermana, indignada
conmigo por alguna tropelía que no recuerdo, un día me llamó Nerón. Fue
seguramente el insulto más grave que se le pudo ocurrir. Yo me sentí justamente
abochornado, porque la identificación con Peter Ustinov luciendo una coronita
de laurel ridícula y tocando la lira (¡la lira, dios nos valga!) mientras Roma
ardía, era demasiado dura de soportar para un niño de tan solo ocho años.
Pues bien, Nerón
era inocente (yo no). Todo fue cosa de un Gran Hermano cualquiera de la época, de
una reescritura interesada de la historia. Sesenta años después de aquel trauma
fraterno que dejó una huella indeleble en mi psique aún tierna, me veo
exculpado por alusiones. Ni Nerón ni yo fuimos tan malos, caramba.
También quedan colocados
en una posición más airosa otros dos personajes implicados en la fábula. Uno es
Pedro, el apóstol. Al otro lo llamaremos provisionalmente Dios. Según la
leyenda, cuando Nerón desató su persecución, Pedro, que había sido nombrado a dedo
jefe del grupo extraparlamentario cristiano, se olió el baile de bastones que
se avecinaba, y procuró escaquearse sin llamar la atención de la guardia
pretoriana. Ya extramuros, mientras avanzaba a buen paso por la Vía Apia, o la
Flaminia, no tengo el dato a mano, una voz lo detuvo en seco: «¿Dónde vas,
Pedro? Quo vadis?» El apóstol bajó la cabeza, dio media vuelta, buscó el
martirio con afán, y lo encontró cabeza abajo, en una cruz hincada del revés.
La historia de
Pedro me acongojó bastante, en aquellos años. No me estaba permitido criticar,
y menos aún a un señor tan importante, pero me pareció que Dios se había pasado
tres pueblos con aquel aviso de ultratumba. Una cosa es que tengas mala suerte,
te pillen in fraganti y no te quede más remedio que apechugar con un mal
trance, a ver, son accidentes que ocurren. Y otra cosa muy distinta es dar la
cara voluntariamente, sabiendo que te la van a partir. El código que
compartíamos los chicos de mi escuela decía que es lícito evitar el castigo, si
puedes; si no, lo has de afrontar con estoicismo.
Dios, francamente,
podía haber mirado a otra parte en lugar de escudriñar con un claro exceso de
celo la Vía Apia, o la Flaminia, en aquel momento preciso.
Pero ahora resulta
que no hubo ni persecuciones, ni martirios, ni historias de toros corneando
doncellas, y que seguramente Pedro murió pacíficamente en su cama. Mejor. La
historia sagrada resulta así más aceptable.