Algunos
comentaristas políticos se sienten a gusto con la calculadora. Esta mañana me
he desayunado con un análisis según el cual Pablo Iglesias ha sacado menos
votos que Manuela Carmena en Madrid pero más que Kichi en Cádiz, con la
pregunta añadida de si la gestión de algunos de los nuevos ayuntamientos no
habrá pasado factura a Podemos. A ver. Las facturas son múltiples, y vienen de
todos lados, y quienes no quieran ser tachados de insolventes habrán de pagarlas
todas. Pero ese es un tema aparte. La insolvencia mayor consiste en querer
resolver con la calculadora los problemas de la política: cuántos votos más tiene
este y cuántos menos aquel, y con cuántos y con cuáles diputados electos puede
componerse una mayoría estable de gobierno, entre otros pasatiempos recreativos
parecidos. El algoritmo posee un poder de seducción irresistible para ciertos
espíritus más euclidianos que cartesianos, incapaces de darse cuenta de que las
personas no son ni serán ecuaciones algebraicas.
La renovación de la
política, lo que con un término simplificador y ambiguo solemos llamar “cambio”,
arrancó de las municipales. De abajo, como debe ser. Las Ciudades Rebeldes y
las Mareas han constituido una experiencia de participación nueva, un laboratorio
importante para el despliegue de iniciativas plurales, y una cabeza de puente hacia
perspectivas de gobierno en ámbitos más amplios. Es importante constatar que se
trata de formaciones de geometría variable. Las peculiaridades de cada lugar y
de cada formación han permitido que el experimento cuajara, o lo han abocado a
la frustración. Gentes que han estado en algunos lugares y se han sumado a unos
programas, han declinado aparecer por otros foros. Otros, pongamos que hablo de
la familia relacionada con IU, han sido aceptados en unas latitudes y
rechazados en otras, por cuestiones más relacionables con el ser como es de la
naturaleza humana, tal como la describía la Miss Marple de Agatha Christie, que
con los algoritmos cibernéticos de la sociedad postindustrial.
Algo ha aparecido,
en cualquier caso. Algo sin forma y características aún definidas, pero susceptible
de ir más allá. Cosa que ofrece, en contraste con lo que ayer se exponía en
este mismo lugar, algunos motivos para el optimismo.
Lo llamamos “cambio”
pero exige de forma imprescindible un nuevo modo de hacer política. Más
colectivo, más consensuado, menos “de autor”.
De momento, el
pequeño terremoto va a provocar un congreso abierto del Partido Popular, y tal
vez el pase a la reserva de Mariano Rajoy. El inmovilismo no alcanza a servir
de tajamar contra las mareas. El partido alfa necesitará en adelante una
cintura considerablemente más ágil, y mejor juego de pies para moverse con
soltura en el cuadrilátero recién improvisado.
El partido
socialista se enfrenta a una incógnita crucial: o suma en la composición
novedosa de las mareas, o apuntala el tajamar. En la formación de los gobiernos
autonómicos ha hecho un poco de todo, pero el retroceso sufrido en las
generales indica que no le va a ser posible seguir nadando mucho tiempo entre
dos aguas. Y la idea de cargar en solitario con la tarea de oposición, en
contra de unos y a espaldas de los otros, es pura entelequia.
De Ciudadanos no
vale la pena hablar. Su posición en esta geometría no es variable. Estaba
prefijada de antemano por las fuentes de financiación que han colocado a Albert
Rivera en el lugar que ahora ocupa.