El caso de los 72
talleres de confección clandestinos de Mataró, en los que unas 450 personas trabajaban
en condiciones insalubres y penosas, con horarios agotadores, sin contrato, sin
protección de ninguna clase y por un salario de 25 euros al día, es
paradigmático del nuevo orden de funcionamiento de la economía global. Los
talleres, controlados por la llamada “mafia china”, estaban integrados en una larga
cadena de intermediarios y subcontrataciones que servía a la
producción de un total de 363 marcas de empresas punteras tanto en el contexto
español como en el internacional: Corte Inglés, Cortefiel, Inditex, Desigual,
Punto Roma, entre ellas. La sentencia de la Audiencia de Barcelona no apreció
ninguna responsabilidad ni en las empresas matrices, en ningún punto de la
cadena de subcontratas, ni en el entramado mafioso que servía a dicha cadena;
procesó tan solo a 6 de las 100 personas imputadas inicialmente, y ha acabado
condenando a tres de ellas, y tan solo por delitos contra el derecho del
trabajo cometidos en sus propios talleres (1). No será una sentencia que pase a
los anales de la jurisprudencia.
En el nuevo orden
económico global, la empresa se ha desmaterializado y se ha financiarizado. Era
en el viejo orden un nudo de relaciones sólido, sin duda conflictual pero también
de algún modo institucional, al que concurrían en posiciones jurídicas
desiguales un empleador (el propietario, el patrono), un escalón directivo (la
gerencia, el estamento técnico) y una fuerza de trabajo asalariada, subordinada
(con frecuencia de forma ciega) al poder de mando de la dirección gerencial y
técnica. No era un lugar idílico en ningún sentido, pero cada una de las partes
participantes en la aventura común (en la “empresa”, en el sentido etimológico
y prístino de la palabra) tenía reconocido un estatuto de derechos y deberes
más o menos entrelazados y compensados. A mayor poder, mayor responsabilidad
también, por más que fuera siempre una responsabilidad “limitada” para el
propietario identificable o los accionistas anónimos de la sociedad.
La desmaterialización de la empresa supone tanto
la fragmentación del lugar de trabajo como la externalización de las
responsabilidades de todo tipo que antes asumía. Solo se mantiene la unidad de
mando; por el contrario, la responsabilidad de los procesos de producción se deriva
hacia la cadena de subcontratistas, y son estos los que asumen toda la carga
que echan sobre sus hombros quienes les imponen condiciones leoninas en los porcentajes,
las calidades, los plazos de entrega, etc. Por externalizar, también se
externaliza la responsabilidad fiscal: al presentar imaginativamente sus
balances, acogerse a exenciones peregrinas y evadir beneficios a filiales
transfronterizas, muchas empresas incumplen sus obligaciones contributivas, de modo que la
parte de financiación de los servicios públicos que disfrutan y dejan de pagar, viene a recaer, acrecida, sobre otros usuarios más indefensos.
De este modo, si
antes, según una expresión de Norberto Bobbio, la democracia se había detenido
a las puertas de la fábrica, ahora es la ley misma la que se ve excluida del
ámbito de la empresa. La teoría muy en uso, importada de América, de la corporate governance, postula
precisamente una “autorregulación” normativa de las empresas, sin que los
aparatos del Estado, singularmente los tribunales, intervengan en sus procesos,
conformados en todo a las leyes no escritas de los mercados.
La financiarización completa este nuevo marco
teórico relativo a la empresa. A partir de la gran aceptación que han tenido en
el pensamiento neoliberal los postulados de Hayek y de Milton Friedman, se
considera mediante una ficción jurídica extraña e insostenible que los únicos
propietarios de la empresa son los accionistas (en realidad, estos son solo
propietarios de sus acciones, y no de todo el conglomerado de activos
materiales e inmateriales de la empresa, que trascienden en mucho el valor en
bolsa de su acción). El mayor beneficio de los accionistas ha pasado a ser
entonces el objetivo máximo al que ha de tender la economía empresarial, y en
consecuencia el norte invariable que ha de guiar en sus decisiones a gestores y
directivos, considerados hoy “agentes” de los accionistas (agency theory). El factor trabajo en la empresa se ha convertido
según la misma teoría en algo enteramente deleznable; se considera a los
trabajadores heterodirigidos simples acreedores de la firma, y sus derechos en
este sentido pasan a la cola detrás de otras prelaciones y preferencias.
La empresa ha pasado
de este modo, de ser un agente económico consolidado en una perspectiva a medio
y largo plazo, a comportarse como una mercadería más, cuyo precio se cotiza día
a día en el mercado de capitales, es decir en la bolsa.
Todas las
consideraciones anteriores, muy apresuradamente expuestas, y la línea de
tendencia que vienen a marcar en el contexto del derecho del trabajo, el
derecho de sociedades, el derecho penal, el derecho internacional privado y otras
ramas jurídicas aún, son las que sustentan de forma tácita la sentencia de la
Audiencia de Barcelona sobre los delitos flagrantes de Mataró, para los que no se
ha sabido encontrar ni culpables ni responsables subsidiarios.
(1) En una nota informativa de CCOO-Industria e
IndustriALL, que se personaron como acusación privada en el proceso, Isidor
Boix ha denunciado la práctica impunidad que supone para los responsables de
los hechos probados la sentencia de la Audiencia de Barcelona.